No sé por
qué se me dio por rememorar esa tarde. Puede ser que haya sido la tristeza de
jueves, mis fracasos amorosos, el tedio de la rutina o que justo en la
televisión estén dando a Rosario Central. También es cierto que esa tarde
vuelve a mi mente todos los días de mi vida, o por lo menos la gran cantidad de
ellos y que no quepa la menor duda de que no estoy exagerando. En cada uno de
esos viajes astrales al pasado me acuerdo del momento exacto en dónde me sentí
más vivo que nunca.
El hombre y
sus ilusiones. Qué cosa de mandinga, che. El cielo de Córdoba marcaba las 7 de
la tarde, unos minutos más, unos minutos menos, no viene al caso. El Sol quemaba
la piel y hacía reflejo sobre el campo de juego. Yo estaba parado en la
tribuna. El puño en la boca, los ojos entrecerrados como si no quisiera ver lo
que está sucediendo, unas lágrimas caen por mis cachetes y la garganta grita
unos sonidos indescifrables ya rota a su punto más alto. Al lado estaba mi
padre. Qué locura que nos acabábamos de mandar. Ochocientos kilómetros de ida y
ochocientos de vuelta por noventa minutos. Qué linda locura. Él, aunque no
quería demostrármelo, estaba esperanzado y un poco emocionado. Abajo estaba mi
hermano, por primera vez en la cancha mirando a Temperley, por primera vez
sintiendo estos colores como los siento yo. Y puede ser que a él le importe
tanto el fútbol como a mí la astrofísica pero también se mordía las uñas,
también temblaba, también pensaba que capaz que sí, vaya uno a saber, capaz
esta tarde era nuestra tarde.
Al lado mío
estaban mis hermanos también. Ninguno tiene mi sangre, casi no conozco a
ninguno pero por noventa minutos y cada vez que salgan los once matungos que
juegan con nuestros colores serán mis hermanos. Y cantaremos juntos nuestros
himnos, silbaremos el del contrario, lloraremos en las malas y celebraremos en
las buenas. Ellos son más de ocho mil en esta popular, ocho mil a más de
ochocientos kilómetros. Bah, qué sé yo si eran ocho, nueve, cinco o sesenta
mil. No viene mucho al caso. Lo importante es que algunos se abrazaban, otros
lloraban, los más creyentes rezaban. Pero hay algo que hacíamos todos, aunque
las palabras no salían, aunque la garganta dolía, aunque las lagrimas volvían
confusas las palabras. A pesar de todos, mis hermanos, mis ocho mil hermanos y
yo cantábamos. Nos salía del alma, de donde no hay que pensar mucho, solo, casi
sin quererlo. Y dale dale Ce, Ce le, Ce
le.
Es que no
era para menos. Cuarenta minutos atrás la situación era otra. Ellos se habían
puesto uno a cero y nos complicaron la existencia. Porque ellos eran mejores,
eran superiores, conocidos, con prensa. Y nosotros eramos lo que podíamos ser. Un
conjunto que sufrió mucho, pero a base de hazañas llegó a donde podía llegar.
Casi de yapa, pero eso no significa que regalados. Pero ese gol nos
transformaba aún más en punto. No había manera de hacer saltar la banca. Si nos
comimos un peludo de Villa Dálmine, ¿Por qué Rosario Central, a priori
superior, no nos iba a bailar aún más?
Al diablo el buen primer tiempo, las dos atajadas del mono ese que tenían
como arquero, al diablo los mil seiscientos kilómetros, al diablo ellos, su
gente, sus colores, su traición, su ciudad. Al diablo todo. Encima estos once
futbolistas que osaban representarnos, no podían hacerle un gol ni al Arco Iris
defendido por Tyrion Lannister. Ahí es cuando sentí morir.
Pero todo
cambió. Y un rebote absurdo, cuando el tiempo ya no daba para más, nos devolvió
la ilusión al empujar esa pelota el 4 nuestro. Y ahí es cuando viene mi
recuerdo de estar en la tribuna con el puño en la boca. Ese instante después
del gol de Federico Mazur. Ese instante
donde me dije que por fin, los que tienen las de ganar van a perder. Y
nosotros, justicieros de aquellos que venimos del polvo, podíamos ganar. Que
por fin, que una íbamos a ligar, que íbamos a entrar en los anales de la
Historia del Fútbol. Que íbamos a jugar la final y la íbamos a ganar. Que íbamos
a jugar la Copa. LA COPA. Esa Copa que parece inalcanzable y que solo la juegan
los grandes. Que esta marea celeste, estos ocho mil hermanos (quizá alguno más)
irían a las playas del Brasil, cruzarían el charco a Uruguay o nos animaríamos
a pisar Lima o Santiago. Ese instante en donde pensamos que sí, que no podía
ser de otra manera, que no se nos podía escapar.
Me
visualicé en Mendoza en una final, me visualicé en nuestro estadio recibiendo a
uno de los grandes del Continente, me visualicé en el Maracaná. Me visualicé
entrando a la reunión con mis amigos con el pecho inflado, me visualicé sacando
chapas con algún hincha remoto de Los Andes que ose cargarnos. Ese instante
donde realmente me sentí vivo. Donde sentí que poco a poco el Universo iba a
tomando su forma natural de justicia. Lo merecíamos más que ellos. O no, en
realidad cada uno cree que merece más de lo que realmente le corresponde. Pero
qué importa. Acabábamos de empatar un partido en el minuto 93 de una semifinal
de una Copa Nacional siendo un equipo de la Segunda División contra uno de los
equipos más grandes de la Argentina dirigido por el anteúltimo técnico de la
Selección. Era David contra Goliat. Pero en ese instante no, eran once contra
once con el resultado empatado. A centímetros de la gloria
Lo que pasó
después es de público conocimiento. Yo salí de la cancha con el pecho inflado y
volví a Buenos Aires de la misma manera. Me lamenté por meses que la pelota de
Costa no haya entrado, que Castro no le pegue al piso, que Ortigoza no se
hubiese fracturado la tibia y el peroné en el entrenamiento, que Zampedri no se
haya levantado con ganas de hacer goles. Sin embargo, todos los días vuelvo a
ese instante. Ese momento donde estuvimos a un penal de la gloria. A un penal
de la final, y de América y del Mundo. Porque si se nos daba esa, ¿qué otra
cosa era imposible? Si somos nada más ni nada menos que el Temperley de los
Milagros.
Ignacio
Leiva. Nuñez. 3 de mayo de 2019.