viernes, 3 de mayo de 2019

A un penal de la gloria


No sé por qué se me dio por rememorar esa tarde. Puede ser que haya sido la tristeza de jueves, mis fracasos amorosos, el tedio de la rutina o que justo en la televisión estén dando a Rosario Central. También es cierto que esa tarde vuelve a mi mente todos los días de mi vida, o por lo menos la gran cantidad de ellos y que no quepa la menor duda de que no estoy exagerando. En cada uno de esos viajes astrales al pasado me acuerdo del momento exacto en dónde me sentí más vivo que nunca.

El hombre y sus ilusiones. Qué cosa de mandinga, che. El cielo de Córdoba marcaba las 7 de la tarde, unos minutos más, unos minutos menos, no viene al caso. El Sol quemaba la piel y hacía reflejo sobre el campo de juego. Yo estaba parado en la tribuna. El puño en la boca, los ojos entrecerrados como si no quisiera ver lo que está sucediendo, unas lágrimas caen por mis cachetes y la garganta grita unos sonidos indescifrables ya rota a su punto más alto. Al lado estaba mi padre. Qué locura que nos acabábamos de mandar. Ochocientos kilómetros de ida y ochocientos de vuelta por noventa minutos. Qué linda locura. Él, aunque no quería demostrármelo, estaba esperanzado y un poco emocionado. Abajo estaba mi hermano, por primera vez en la cancha mirando a Temperley, por primera vez sintiendo estos colores como los siento yo. Y puede ser que a él le importe tanto el fútbol como a mí la astrofísica pero también se mordía las uñas, también temblaba, también pensaba que capaz que sí, vaya uno a saber, capaz esta tarde era nuestra tarde.

Al lado mío estaban mis hermanos también. Ninguno tiene mi sangre, casi no conozco a ninguno pero por noventa minutos y cada vez que salgan los once matungos que juegan con nuestros colores serán mis hermanos. Y cantaremos juntos nuestros himnos, silbaremos el del contrario, lloraremos en las malas y celebraremos en las buenas. Ellos son más de ocho mil en esta popular, ocho mil a más de ochocientos kilómetros. Bah, qué sé yo si eran ocho, nueve, cinco o sesenta mil. No viene mucho al caso. Lo importante es que algunos se abrazaban, otros lloraban, los más creyentes rezaban. Pero hay algo que hacíamos todos, aunque las palabras no salían, aunque la garganta dolía, aunque las lagrimas volvían confusas las palabras. A pesar de todos, mis hermanos, mis ocho mil hermanos y yo cantábamos. Nos salía del alma, de donde no hay que pensar mucho, solo, casi sin quererlo. Y dale dale Ce, Ce le, Ce le.

Es que no era para menos. Cuarenta minutos atrás la situación era otra. Ellos se habían puesto uno a cero y nos complicaron la existencia. Porque ellos eran mejores, eran superiores, conocidos, con prensa. Y nosotros eramos lo que podíamos ser. Un conjunto que sufrió mucho, pero a base de hazañas llegó a donde podía llegar. Casi de yapa, pero eso no significa que regalados. Pero ese gol nos transformaba aún más en punto. No había manera de hacer saltar la banca. Si nos comimos un peludo de Villa Dálmine, ¿Por qué Rosario Central, a priori superior, no nos iba a bailar aún más?  Al diablo el buen primer tiempo, las dos atajadas del mono ese que tenían como arquero, al diablo los mil seiscientos kilómetros, al diablo ellos, su gente, sus colores, su traición, su ciudad. Al diablo todo. Encima estos once futbolistas que osaban representarnos, no podían hacerle un gol ni al Arco Iris defendido por Tyrion Lannister. Ahí es cuando sentí morir.

Pero todo cambió. Y un rebote absurdo, cuando el tiempo ya no daba para más, nos devolvió la ilusión al empujar esa pelota el 4 nuestro. Y ahí es cuando viene mi recuerdo de estar en la tribuna con el puño en la boca. Ese instante después del gol de Federico Mazur.  Ese instante donde me dije que por fin, los que tienen las de ganar van a perder. Y nosotros, justicieros de aquellos que venimos del polvo, podíamos ganar. Que por fin, que una íbamos a ligar, que íbamos a entrar en los anales de la Historia del Fútbol. Que íbamos a jugar la final y la íbamos a ganar. Que íbamos a jugar la Copa. LA COPA. Esa Copa que parece inalcanzable y que solo la juegan los grandes. Que esta marea celeste, estos ocho mil hermanos (quizá alguno más) irían a las playas del Brasil, cruzarían el charco a Uruguay o nos animaríamos a pisar Lima o Santiago. Ese instante en donde pensamos que sí, que no podía ser de otra manera, que no se nos podía escapar.

Me visualicé en Mendoza en una final, me visualicé en nuestro estadio recibiendo a uno de los grandes del Continente, me visualicé en el Maracaná. Me visualicé entrando a la reunión con mis amigos con el pecho inflado, me visualicé sacando chapas con algún hincha remoto de Los Andes que ose cargarnos. Ese instante donde realmente me sentí vivo. Donde sentí que poco a poco el Universo iba a tomando su forma natural de justicia. Lo merecíamos más que ellos. O no, en realidad cada uno cree que merece más de lo que realmente le corresponde. Pero qué importa. Acabábamos de empatar un partido en el minuto 93 de una semifinal de una Copa Nacional siendo un equipo de la Segunda División contra uno de los equipos más grandes de la Argentina dirigido por el anteúltimo técnico de la Selección. Era David contra Goliat. Pero en ese instante no, eran once contra once con el resultado empatado. A centímetros de la gloria

Lo que pasó después es de público conocimiento. Yo salí de la cancha con el pecho inflado y volví a Buenos Aires de la misma manera. Me lamenté por meses que la pelota de Costa no haya entrado, que Castro no le pegue al piso, que Ortigoza no se hubiese fracturado la tibia y el peroné en el entrenamiento, que Zampedri no se haya levantado con ganas de hacer goles. Sin embargo, todos los días vuelvo a ese instante. Ese momento donde estuvimos a un penal de la gloria. A un penal de la final, y de América y del Mundo. Porque si se nos daba esa, ¿qué otra cosa era imposible? Si somos nada más ni nada menos que el Temperley de los Milagros.

Ignacio Leiva. Nuñez. 3 de mayo de 2019.

domingo, 31 de marzo de 2019

Domingo


La resolana entra por la persiana entreabierta y en tus sueños empezás a ver claridad. Te incomodás, y decidis abrir los ojos. Nada, no pasa nada. Intentás volver a cerrarlos y proseguir con el sueño pero no, no hay caso: estás desvelado. Girás en tu cama queriendo escapar de la realidad, murmuras alguna que otra puteada pero el resultado sigue siendo el mismo: estás despierto. Con la mano izquierda intentás dar con tu celular que está cargandóse en la mesita de luz del costado. Se hace el rebelde, la puta madre. Te jurás que vas a comprar un cargador nuevo que la fichita no sea tan dificil de sacar. Apretás el botón del costado que desbloquea la pantalla. La luz te encandila, es muy temprano. La cabeza comienza a doler. El reloj marca las nueve y diez de la mañana. Hacés las cuentas rápido: si te dormiste alrededor de las seis, solo descansaste tres horas y diez minutos. Lanzás una puteada, intentás otra vez infructuosamente volver a dormirte y no hay forma. El domingo ha comenzado

Sacás las sábanas con violencia, descargando tu enojo en ella. Te parás y te tropezás con los zapatos de ayer. La camisa y el pantalón yacen quietitos en la silla, será cosa de otro momento. Se te parte la cabeza. Es hora de tomar un poco de agua, bueno, un poco es una forma de decir. Te bajás casi la mitad de la botella en menos de dos minutos. La resaca comienza a aminorar pero igual te sentís sucio, desprolijo, profano, mundano. Es hora de un café, dos tostadas y el diario. Te chupa un huevo todo lo que lees y las tostadas las comés hasta con desprecio. Ni mermelada le pusiste. La cara de orto es indisimulable y la vista está enfocada en un punto nulo enfrente tuyo que puede ser cualquier cosa. Te cepillás los dientes a desgano, te desnudás y te bañás. A ver si con esto se sale la sensación de suciedad que recorre todo tu cuerpo. No, negativo. La concha de la lora.

Te acostás de nuevo en tu cama. Probablemente tenés todavía la fantasía inutil de cerrar los ojos y dormir por lo menos dos horitas más hasta las doce. Sabés que no va a pasar pero igual lo crees. Ponés de fondo un partido de la liga de Italia y puteás que está ese italiano falso nacido en Gonzalez Catán relatando a la Juve hablando como Donato el de Masterchef. Abrís instagram, le hablás a la morocha de ayer, ves un par de historias, algún videito de mierda de algún estandapero y así intentás que el reloj corra un poco más rápido.

A la una te toca ir a jugar con los pibes el picadito semanal. Y sabés que no lo vas a hacer bien. Porque ya estás gordo, perdiste la calidad, y a los veintidos años el futbol todavía es muy físico para vos. Y cuando llega el momento ves que no le erraste. Jugaste para el reverendo orto y encima ellos te pegaron un paseo olímpico que no te vas a olvidar en la vida. Volvés en el bondi lamentando no haber sacado el registro cuando te dijeron que lo saques.  Llegás y tus viejos ya se fueron de la casa. Maldita soledad de domingo a la tarde.

Se hacen las cuatro y te disponés a conectar la computadora para ver como pierde tu equipo del ascenso. Lamentás no haberte hecho hincha de River, Boca, Racing o la mar en coche. Y encima por esta sociedad de mierda no podés viajar a la ciudad del Interior del país donde se juega el partido para poder verlo en vivo. Te quejás como si realmente fueses a ir. Te abrís una lata de Heineken pero ese olor te noquea. No más cerveza, la resaca vuelve a actuar. Durante el partido cabeceás una, dos, tres y hasta diecinueve veces. Otro cero a cero mediocre y a dormir una merecida siesta.

Siendo las siete de la tarde volvés a entrar a Instagram. Te ponés al día con las historias, likeas todo lo que tengas que likear y te fijás si te respondió la morocha. No. Seguro se avivó que sos medio feo o medio boludo o una mezcla de las dos, vaya uno a saber. Te bajás Tinder. Al pedo, sabés que no lo vas a usar pero igual es una manera de decir acá estoy, disponible, abierto al amor mercantilista y moderno.

Cenás con tu familia. Se ponen al día, se cuentan todo. O relativamente todo. Lo que se puede contar. Tremendo grandulón y no te animás a contar que te mamaste hasta la tanga, por favor, patético lo tuyo. Ponés una serie en la computadora que sabés que no la vas a terminar porque te vas a quedar dormido en menos de veinte minutos. Entrás a Instagram por si en una de esas, de milagro, respondió la morocha. No, visto. Dios y los milagros no existen. Te dormís puteando que mañana hay que laburar

El domingo, triste institución. Signo del fin, preludio de la tristeza del lunes que está por comenzar. El domingo, que tanto desprecio te da

Ignacio Leiva. 31 de marzo de 2019

lunes, 4 de febrero de 2019

El precipicio


El sol se esconde atrás del edificio y el café empieza a prender sus luces artificiales. El cielo naranja ilumina Recoleta y deja una hermosa postal sobre la calle Uriburu. El mundo gigante queda reducido a un espacio de un metro por un metro. Vos y yo. Frente a frente. ¿Qué importa el dólar, la inflación, el desempeño de Carlos Tevez en Boca o Venezuela? Nada, en este mundo hay solo dos participes: vos y yo. De nada importa el ambiente del café que se encuentre concurrido un día de febrero, aquel bebe que llora en la mesa de al lado o la parejita feliz de la mesa que da a la calle Pacheco de Melo. Nada. En este universo solo hay dos habitantes y el resto que se vaya bien a la puta que lo parió.

Ahora bien, no estoy seguro de lo que voy a hacer. En mi interior siento que estoy al borde de un precipicio. La inmensidad me llama a caer mientras que el peligro de la muerte me hace ir para atrás. Había salidas mucho más decorosas, indoloras y hasta satisfactorias. Pero no, el tiempo me fue acorralando contra el abismo. Y aquí me encuentro: sintiendo el vientito de la caída, viendo como los fantasmas del pasado me terminan de empujar. Porque la salida es esa: o me tiro o me tiran. Y no hay otra. ¿Posibilidades de salvarse? Casi nulas. Pero, ¿qué otra opción tengo?

Vos estás tan linda como siempre. Con tu vestido veraniego de color negro y esas chatitas que llenan de simpleza tu belleza. Tus ojos miel posándose sobre los míos. Tu boca roja carmesí invitándome a lo prohibido. Tu aroma saqueando las arcas de mi tibio corazón. Puede ser que te esté idealizando, que  no quepa duda, pero de todas formas poco me importa lo bella que puedas ser. Me importa lo químicamente compatibles que somos. Y eso, en el fondo, es lo que más me enoja.

Me enoja porque no somos. Me enoja porque somos pura potencia pero cero actos. Me enoja porque sé que querés y no te animás. Pero no soy nadie para juzgarte, porque yo en su momento no me animé. Porque yo cuando había que estar, no estuve. Me fui, me borré, me perdí, me cagué. Y el fantasma de la derrota me empuja al abismo que susurra tu nombre abriendo sus fauces para tragarme.

Quien me conoce sabrá que no soy una persona de grandes gestas, mucho menos de hazañas y ni hablar de milagros. Paradójicamente hoy necesito eso. Necesito algo disfuncional que irrumpa en este universo donde solo vivimos vos y yo y que me salve. Que me salve del papelón histórico que voy a hacer. El final parece obvio pero es algo que necesito. Necesito caer para evitar la presión de los fantasmas corriéndome. Necesito perder de una buena vez para que este sufrimiento se acabe.

Te miro por una última vez y no lo puedo creer. El final distópico, en su momento, era lo menos pensado. Eras para mí y yo era para vos. Pim pum caja. No sé qué pasó en el medio. Pero no puedo obviar que la misma reciprocidad la hay con aquel que prefiero no nombrar. Y aunque en el fondo yo sé y siento que puedo ser mejor, no puedo competir. Porque de nada sirven los merecimientos, las cosas hay que hacerlas. Y de nada sirve tener el 85% de posesión y veinticuatro remates al arco. No, en el fútbol y en la vida los goles o las cosas hay que hacerla. Qué analogía de mierda, perdón, fueron los nervios. Sin embargo, me resulta interesante ese punto. Hoy sufro lo que no hice. Hoy estoy pagando todos los errores que alguna vez cometí. Vos sos producto de mis errores. No vos como persona, sino vos como concepto. Un concepto que solo sirve para torturarme cada día que pasa.

El mundo este está siendo muy raro. Hace minutos que no emito palabra y solo te escucho hablar. No sé de qué. Ya lo hablamos todo, ya lo reímos todo. Te escucho hablar para atesorar tu voz por última vez, y te veo hablar para llevarme una última vez tu imagen hacia el abismo irrenunciable al que me voy a tirar. Siento una presión en el pecho que nunca había sentido. Siento como mi lengua se traba, se tensa. Mi cabeza comienza a evaluar las posibilidades. ¿Qué pasa si sigo así? ¿Es tan grave? No lo quiero decir pero sí. Tu figura, tu ilusión es la razón de mis trabas. Vos sos la razón por la cual no puedo avanzar. Vos sos mi ancla, pero no es tu culpa sino la mía. Porque yo no te pude soltar en el momento cierto en el que te perdí. Sino que seguí torturándome con tu imagen y tus palabras por mucho más tiempo.

El aire se corta con Gillette. Te interrumpo. Siento el viento correr por mí. Mi instinto suicida me aconseja mal. Mi corazón siente que va a estallar. Mi cerebro no para de pensar. ¿Y después? ¿Qué importa el después? ¿Cuáles son los futuros posibles? No importa, porque la decisión está tomada. Mis pies están por despegarse del suelo. Te veo por última vez, me animo a tocarte la mano, a sentir tu piel desnuda a través de la mía. Te miro a esos ojos color miel y pronuncio con cierta cadencia y miedo:

        No espero una respuesta. No quiero una respuesta. Solo verte a los ojos y decirte que me gustas, y me gustas mucho. Y ya sé que no va a poder ser pero necesito que lo sepas.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Confesiones de una noche de lluvia


¿Cuál es el sentido del amor si no es mutuo? ¿Cuál es el sentido de querer de más y no ser querido con la misma vara? ¿Cuál es el sentido de esto? Sin embargo, el pobre humano va y vuelve a caer en las mismas garras tramposas del destino inequívoco de la decepción, de no ser correspondido y no serlo nunca.

La lluvia azota mi cuerpo. Y eso de azotar no es ninguna licencia poética porque es así. Las gotas duras y cargadas rompen contra las telas de mi ropa causándome hasta dolor. Mi cabello desdeñado y levemente rizado ahora es un tobogán de agua y adopta la forma que el viento decida con sus soplidos bravos darle. La luna me mira, me observa detenidamente, me juzga. Pero no se atreve a mostrarse sino que lo hace cubierta de nubes amenazantes que se confunden con la noche. Los relámpagos blanquecinos furiosos le agregan ese touch de épica y de tristeza a mi caminata por las calles de algún barrio del conurbano bonaerense.

No busco refugio, ni tampoco pretendo hacerlo. Fue mi decisión salir a la lluvia, de volver caminando las más de treinta cuadras que separan el lugar del que vengo y mi casa. Y creo yo, y lo sigo sosteniendo, que la lluvia es el mejor castigo para mi derrota. Porque las derrotas son para ser castigadas. No me vengan con eso del aprendizaje ni ocho cuartos. Porque el humano es el único animal que tropieza no dos, sino quinientas setenta y tres veces con la misma piedra. Y yo no voy más lejos. Porque sé que hoy perdí o me di cuenta que perdí pero sé que en un futuro voy a volver a perder porque ni cerca estuve de empatarlo, menos aún de ganarlo.

La lluvia, mejor dicho la tormenta me susurra un nombre. No sé si es el ruido de mis zapatos mojados contra la acera o si es el sonido de las gotas caerse sobre el asfalto o mi propia locura que escucha un Caro cada vez más profundo. Empiezo a llorar, o la tormenta entra verticalmente desde mi flequillo. No sé, tampoco importa. Siento un moco y me encuentro con mis dedos índice y pulgar frotando mis ojos ya derrotados. La re puta madre, estoy llorando.

Las veces que prometí no hacerlo, y acá me ves. Lo vengo prometiendo desde el día que me dejó y también vengo rompiendo esa promesa desde aquella fatídica noche. Una noche de lluvia, como esta. Una noche de frío. Una noche de agosto. Una noche tan porteña que dolía en los huesos y lloraba un tango. Una noche en la que todo lo que consideraba perfecto dejaba de serlo.

Las noticias no son malas por su contenido sino por la sorpresa que te genera recibirlas. Porque recibir malas nuevas es una mierda, no voy a ser tan necio como para negarlo. Pero si uno ya sabe lo que va a pasar, o por lo menos lo presiente es diferente. Va a doler, sí. Pero a su vez aparecerán los tibios y bueno era una cosa de días, era algo que iba a pasar tarde o temprano o la mar en coche.

Pero lo de Caro fue distinto. Porque hacía dos meses nomás que estábamos saliendo y eran los dos meses más bonitos que me hayan pasado alguna vez en mi vida. Y ella, por lo menos por sus actitudes y dichos podría decir lo mismo. Es que éramos todo, éramos perfectos. No solo en besos, risas y abrazos. Sino que teníamos algo especial, algo fundamental para la creación del amor: la complicidad. Éramos químicamente compatibles. Y eso es lo más difícil de encontrar en la pareja.

Pero una noche como estas, una noche de tormenta ella me llevó a un bar de Palermo. Y mientras estábamos por la segunda cerveza se puso seria, me agarró el brazo y me dijo la verdad. No sos vos, ni soy yo, es alguien más. Y le tuve que preguntar, y me tuvo que responder que conmigo era químicamente compatible pero con Agustín eran físicamente un fuego, que había hecho cosas que nunca había pensado hacer. Que no me alarme y que no es que me cagó durante los dos meses sino que tres contadas tardes, todas aquella semana. Pagó la cuenta en la barra y se perdió por la calle Honduras.

Yo me quedé impávido, inútil de reaccionar. Creo que pasó más de dos horas hasta que cambié de posición. El llanto era incesable y no me preocupaba de mostrarlo en público. No es que me molestaba que se haya cogido a otro, les voy a ser sincero. Porque viéndome a mí físicamente no tengo el atractivo que tiene ese tal Agustín, ni tampoco me consideraba un ser sexualmente activo. Ella había sido mi primera vez, y tampoco es que éramos conejos. Lo nuestro, o por lo menos de mi parte yacía en lo etéreo de nuestra dialéctica, en esa risa y en esos labios. Nada más, porque no se necesitaba nada más que eso para ser feliz. Pero me equivoqué y por esa derrota pagué caro. Y salí a la lluvia y caminé más de cincuenta cuadras hasta Recoleta.

La lluvia azotaba como me golpea hoy. Ya estoy llegando a la parada de colectivo y mi situación es la misma. No sé cómo se me ocurrió semejante boludez. Ser amigos de la mina de tu vida y su novio. Es que, a decir verdad, Agustín no me parece mal pibe. Puede ser que a veces peque de boludo, pero aquel que nunca lo hizo que tire la primera piedra. Y ella es ella. Y no la puedo culpar de nada porque en el fondo sé que tiene toda la razón y que él es mejor partido que yo.

Y así fue hoy, y por eso fueron estas lágrimas. Por Carolina, que amo demasiado como para olvidarla. Aun sabiendo que ella nunca lo hará, que nunca me amará como yo lo hice, y aun sabiendo que esto no es sano ni por mierdas. Por Agustín, porque ese infeliz es feliz con ella y la hace feliz y por eso no lo puedo culpar. Porque hoy, en esa maldita cena que compartimos los tres con abundante carne, vino y cerveza me di cuenta de eso. Me di cuenta de sus miradas cómplices, de su tensión sexual, de sus besos espontáneos y sobre todas las cosas de su confianza. No puedo negar que sentí mucha envidia, pero también sentí tranquilidad. Ella no está conmigo pero es feliz y eso es todo lo que importa. Por eso vuelvo derrotado, con la cabeza gacha pero también con el sabor triunfal de que al fin de cuentas, yo perdí porque ella ganó

Ignacio Leiva, 1 de diciembre de 2018                                                 


martes, 14 de agosto de 2018

Diez años


Los últimos diez años de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo, nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no estabas.


Eso fue lo que dije. Ni una palabra más, ni una palabra menos. No hizo falta. Tampoco hacía falta hablar, con las miradas ya bastaba y sobraba. Muchas veces el lenguaje está de adorno, casi estorbando. Porque hay selectos eventos en donde solo se necesita mirar, mirar y ser mirado, y con eso la comunicación ya está más que satisfecha. Y ayer fue uno de esos días.

Pero ayer no fue el único. Doce años y seis meses antes, una tarde de enero en la localidad bonaerense de Villa Gesell, también la vi de la misma manera que ayer. Y también hablé, aunque no hacía falta. Me acerqué temeroso a hablarle en su sombrilla. Estaba con dos amigas tomando mate. Esperé a que se fueran para el agua para poder avanzar. ¿Qué digo? Nunca pensé en avanzar, pensaba en la probabilidad de hacerlo. Con eso me bastaba. Me consolaba el saber que por lo menos tuve la chance. Pero no, ella me miró, así, como me miró ayer. Con sus ojos color miel abiertos posándose sobre los míos. Y de golpe, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se sonrojó.

Yo no me di cuenta. Nunca fui bueno para las indirectas, menos para trabajar y decidir bajo presión. Creo que no lo iba a hacer, no recuerdo bien. Solo sentí el codazo limpio de Nahuel como señal de dale Lisandro no seas pelotudo y andá. Y me acerqué. Lento, con miedo de que haya estado mirando a otra persona, a la nada, a lo que sea. Pero no, esos ojos color miel estaban mirando a los míos. Era la mirada. Me gustó, le gusté. No hacía falta hablar después de esa caminata. No. Podíamos comunicarnos solo con nuestros ojos y quizá diciendo mucho más que las tibias presentaciones que mis balbuceos podían dar.

No sé cómo pero funcionó. Pero en el boliche no la encontré y casi muero de un infarto. ¿Y sí se había ido con otro mucho más fachero e interesante que el boludo que está hablando? Porque era mucho más que anodino, un estudiante promedio que tenía dos materias en marzo en su escuela, proveniente de la clase media media de Ramos Mejía. Un boludón de casi diecisiete años que había fracasado en casi todo lo que había tocado. Esa noche de enero, podía ser la vez que perdía la única cosa que me importaba. Que me importaba desde hacía un par de horas, pero eso es más que suficiente. Después de esa mirada, yo sabía cuál era nuestro destino y que ese nos incluía a los dos juntos.

Pero ese plan corría riesgos. Y estuvo a punto de irse a la mierda cuando hechas las cinco de la mañana me fui caminando del boliche pensando que nunca más iba a verla. Pero por esas cuestiones de la vida, en vez de encarar para lo de Nahuel, enfilé mi paso hacia la playa. Me senté en un médano, casi sin importar que mi camisa se ensucie. Esperé una hora hasta que sentí un movimiento raro al lado mío. Ya estaba cabeceando del sueño y estaba tomando valor para irme a la mierda, resignado. Pero no, me di vuelta y la vi. Otra vez con sus ojos color miel, su pelo morocho, su vestido blanco y los zapatos en la mano. Esa fue la segunda mirada, la definitiva, la que menos esperaba y llegó en el momento dónde casi perdía por knock-out técnico.

Miramos el amanecer, nos besamos como nunca antes besé a nadie. Cada vez que nuestros labios se separaban, me sonreía y me volvía a penetrar el alma con sus ojos. Al otro día volvimos a salir, nos volvimos a besar y tuvimos sexo. No, hicimos el amor. Porque sentí ese amor que me quemaba las entrañas, sin importar que la haya conocido dos días antes, la amaba y con locura. Volvimos a Buenos Aires, seguimos hablándonos, saliendo y siendo una pareja aunque recién lo oficializamos en una tarde de otoño en la esquina de Alvear y Montevideo después de un paseo cuasi romántico por el cementerio de la Recoleta y los palacetes de la Avenida Alvear.

Ese año fue el mejor de mi vida, lejos. Nos egresamos del secundario. En enero volvimos a Gesell pero esta vez como pareja. Nos amábamos. Era la relación perfecta. Hacíamos cosas juntos, pero cada uno tenía su respectiva individualidad, los celos eran una mala palabra y la confianza abundaba en nuestros adolescentes cuerpos. Éramos un ejemplo a seguir, la excepción a la regla. Nos complementábamos en lo bueno y en lo malo. Yo sacrificaba algo por ella y ella hacía lo mismo por mí.

Marzo arrancó y cumplimos nuestro primer año de novios y las cosas se pusieron un poco más pesadas. Yo arranqué el CBC de Historia en abril. Ya nos veíamos menos, y hacíamos cosas menos divertidas. Ella se pasaba la mitad del tiempo llorando por no encontrar su vocación o por su miedo irreconciliable a no ser útil. Y yo, pasaba el doble consolándola diciéndole la verdad: que eso llega solo y que va a llegar, en algún momento. Y que mientras tanto, que no llore más.

El llamado lo atendí yo. Era agosto y hacía un frío de la puta madre. Ya las cosas estaban un poco mejor, Julieta estaba decidida a hacer varios cursos de maquillaje bartender, peluquería mientras llegue su vocación. Yo ya tenía el primer cuatrimestre metido y luchando por interpretar algunos nuevos autores en el segundo. Ella se anotó en ese programa con muy poca fe. Sin embargo, ahí estaba del otro lado Felipe, el español, pidiéndome hablar con Juliana para decirle que quedó seleccionada para el programa de work and travel en las Islas Canarias por un año, trabajando en un hotel.

Ella se fue a los veinticinco días, cuando arrancó septiembre. Lloré por diez días seguidos. Ese cuatrimestre recursé dos materias y apenas pude meter Sociedad y Estado con un cuatro en el final. En enero recibí un llamado. Llorando me decía que no iba a volver nunca más a la Argentina, que había encontrado lo que ella quería para su vida: el turismo. Y que iba a finalizar en agosto el programa y que se iba a ir a no sé qué ciudad de Alemania a estudiar turismo y alemán.

Es verdad que tuve la oportunidad de ir. Pero, ¿qué iba a hacer? No tenía ciudadanía de ningún país de la Unión Europea, no tenía un mango para pagar siquiera una balsa, no podía hacerme el héroe e ir a Las Palmas de sorpresa. No es Villa Gesell, son casi once mil kilómetros y unos cuantos dólares que no tenía. Y es así como la dejé ir.

Puede ser que en la última década me haya ido bien. No lo dudo. Me recibí de Licenciado en Historia en seis años y logré encontrar laburo en el colegio donde hice mi secundario como profesor. Antes había hecho de todo para poder independizarme rápido: laburé en un local de ropa, manejé un remis, enseñé clases particulares, de todo. Al principio me costó digerir su pérdida, estuve casi un año sin poder entablar una charla con alguien del sexo opuesto o con alguien de España. A los veinte, dos años después de que ella se vaya, conocí a Cecilia y entablé una relación más o menos estable. A los veintitrés nos fuimos a vivir juntos en Castelar. A los veinticinco nos casamos por civil, puede ser que haya sido una decisión apurada. Nos amamos, no tengo dudas de eso. Es probable que hasta en un futuro muy cercano busquemos tener un hijo juntos. Digo, ya es momento, o por lo menos uno bastante adecuado. Ella es contadora y está trabajando en el banco Galicia hace unos años. Yo enseño en el colegio y en dos universidades públicas. Y aunque no se nos hace fácil logramos ahorrar e irnos veinte días a recorrer Europa.

Y aquí es cuando entra la tarde de ayer. En mis probabilidades estaba volverla a ver. No sé si quería o no, pero sabía que podía llegar a ser una opción. Muy baja en realidad. A ella le perdí el rastro hace siete años cuando empezó la cosa seria con Cecilia. No quería tenerla en ninguna red social por el miedo que me daba recaer en mirar esos ojos color miel y recordar su mirada penetrante en la noche de Villa Gesell, o recordarlos llorosos cuando se perdió en el área de embarque del Aeropuerto de Ezeiza. Sabía que se había recibido en Alemania y que vivía en Rapallo, un pueblo cercano a Génova y a Portofino, donde ella montó un pequeño hostel con una amiga española.

En siete años podía ser cualquier cosa. Que ella esté en el Congo Belga o simplemente que se haya adaptado a la vida en Italia. Qué sé yo. Ayer visitamos el Palacio Real de Madrid, ya era nuestro anteúltimo día de viaje que nos tuvo por Barcelona, París, Ámsterdam, Londres y Berlín. Procuré no pisar Italia por las dudas de cruzarme fortuitamente con ella. El calor estaba sofocándome, tanto que le solté la mano a Cecilia y caminamos todo el trayecto por la calle Arenal separados.  Al llegar a la Puerta del Sol, ella me pidió que la deje sola un par de horas para hacer unas compras en Getafe, que se tomaba el metro y no sé qué cosa y que iba pero que no quería que la estorbe. Como mucho no me importaba el shopping decidí caminar por la calle Preciados hacia la Gran Vía.

La muchedumbre me golpeaba y andaba mucho más apurada que mi paso relajado. Ya había tomado la decisión de pasar mi tarde en el Santiago Bernabéu y si daba tiempo en visitar el Vicente Calderón. Mi vista la tenía fija en el punto lejano del horizonte donde se ubicaba la plaza del Callao y la parada del metro. No te vi, hasta que lo hice. Y como esa tarde, sus ojos ya estaban posados sobre los míos. Estaba sentada en un café, tomando un licuado de esos que tanto le gustan, con un libro abierto por la mitad, mirando hacia la calle y hacia mis ojos desnudos y desprevenidos.

Tenía varias probabilidades. Número uno: me acercaba, pedía un licuado igual al suyo y hablábamos de bueyes perdidos, de dónde había estado, qué hacíamos en Madrid, si alguna vez volvió a Buenos Aires y si eso es así por qué nunca me llamó para coordinar un café juntos. Posibilidad uno, punto uno: la charla termina recordando nuestros momentos gloriosos y se me da por volver a besarla, que sonría y me mire antes de volver a besarnos. Posibilidad uno, punto dos. Termino por enojarme conmigo, o con ella, porque no somos más lo que éramos. Que ya no somos chiquilines de dieciocho, que tenemos veintilargos, casi treinta. Que diez años es mucho tiempo y la mar en coche. Posibilidad dos: hacerme olímpicamente el boludo que no la vi y seguir mi paso lento hacia la cancha del Real Madrid pero a sabiendas de que voy a morirme de intriga sobre vos toda mi vida.

No sé por qué terminé acercando. A paso más que lento, con miedo. Volví a ser ese chiquilin de dieciséis años que la invitó a salir doce años y seis meses atrás. Abrí la pesada puerta del café y sus ojos me miraban más fuerte que nunca. Relojeé su mano: anillo en la mano. ¿Qué estaba haciendo? Pero no podía detenerme, y ahí sentándome en frente tuyo, de espaldas a la calle Preciados pronuncié mis palabras:

Los últimos diez años de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo, nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no estabas.

Me agarró la mano, se sacó el anillo y me besó como solíamos hacer. Nos separamos, río, me miro, me volvió a besar y se puso el anillo:
Yo también te amo, Lisandro, y siempre lo haré. Sin embargo, el tiempo y el espacio nos separó. Buena suerte en tu vida. Me señaló el anillo. Es muy afortunada de tenerte, por ahora, porque sé que en algún momento nos vamos a volver a encontrar: en Madrid, en Morón o en Saturno.

Se levantó de la mesa, me miró por última vez, dejó cinco euros y salió caminando hacia la Puerta del Sol. ¿La volveré a ver?  Qué sé yo, quizá en diez años

Ignacio Leiva, 14 de agosto de 2018, Villa Martelli


sábado, 28 de julio de 2018

La pregunta


¿Qué carajo estoy haciendo acá? Creo que es la pregunta más noble y más sincera que puede hacerse alguna vez el ser humano. En ella confluyen conflictos metafísicos, dudas, certezas y por sobre todas las cosas sabiduría. Porque vivir vivimos todos, pero preguntarse y cuestionarse el cómo y el porqué de cada vida es un trabajo un poco superior. Ojo, que no se malentiendan mis palabras. Lo único que se necesita para preguntarse eso es tiempo. Ni plata, ni algún elixir mágico comprado a una gitana ni un doctorado en Filosofía en la Sorbona de París.

Camino lentamente por la Avenida San Martín, que un poco más allá y un poco más para el otro lado no es otra cosa que la ruta 40. Camino y pienso. La pregunta sale casi por inercia: ¿Qué carajo estoy haciendo acá? Y lamento decepcionarlos esta vez, no voy a escribir ni de amor, ni de alguna historia berreta que se me ocurrió el otro día en la ducha. Sino que voy a hablar de un pueblo, un porteño y una duda.

Son algo más que las nueve de la noche de un lunes. Fue un día agitado, sin dudas. Un vuelo que no salió, que aterricé en otra ciudad, un café, medialunas y un sandwich en la terminal. Una sanjuanina que me habla de cosplay con su hijo. Un micro de seis horas, un cacheo de Gendarmería y una película romántica de la cual todavía no sé el nombre. Pero fue a las nueve y un poco más de la noche, fue a esa hora y en ese lugar: en la parada de taxis de la terminal. Fue en ese lapso espacio temporal que me hice por primera vez la pregunta.

Las horas fueron pasando y las cosas se fueron enrareciendo. Un perro de un color que no sabía de su existencia (bayo) que me salta y casi me tira, un interrogatorio mate mediante con mis nuevos compañeros de casa. La casita. ¿Una pocilga o mi hogar momentáneo? El tiempo iba a decidir. Un trabajo, ocho horas, mails, Booking, que la caja no está controlada, que el check in es con lapicera azul, que la mar en coche. Esa noche, la noche del 2 de julio me fui a dormir preguntándome qué carajo hacía en este lugar.

Malargüe. Lo primero que uno se pone a pensar cuando le dicen sobre Mendoza es el vino. Algunos futboleros mencionarán a Godoy Cruz y al Morro García. Los más viejos a algún cuadro de los viejos Torneos Nacionales. Algunos más sabiondos me indicarán de la ruta 40, del rafting y algo del esquí. Malargüe no tiene un equipo de futbol más que el triste Deportivo, no tiene vino, no tiene rafting ni tiene nada que ver con el esquí que se da a 70 km en Las Leñas.

Me preguntarán entonces, ¿por qué te fuiste a Malargüe? Unos dicen que viajan para escapar, yo digo que viajamos para encontrarnos tanto con otros como con uno mismo. Un pueblo, el campo, el hacer cotidiano de cosas que para mí eran estrafalarias. Y aquí estoy hablando con vergüenza, pudor pero mucha sinceridad. Aprender cosas tan básicas de la vida humana como prender una hornalla con un fósforo, hacer las compras, racionalizar la plata, que el plástico no va al horno o andar en bicicleta. Aprender esas cosas tan básicas dejó un hueco muy grande en mi supuesta integridad que tenía antes de venir para estos lares. Bárbaro, puedo leer a Hegel, interpretar un cuadro de Casper Friedrich o manejarme por la red de subtes de Budapest. Antes tendería en una posición ególatra a pensar que era una especie de erudito único de su especie (aunque hay miles). Pero en el fondo, no soy más que un analfabeto preso de este sistema. No sé cosechar, sembrar, prender fuego, construir un techo, sobrevivir. Puede ser que no esté preso del sistema, sino que lo elijo. Pero al elegir, soy consciente de lo burro en que me estoy convirtiendo.

La otra pregunta que me hice el otro día cuando sobrepasaba el reloj y doblaba en Roca para enfilar hacia la terminal para dejar una encomienda es ¿Cómo puede vivir la gente acá? Y aquí se me muestra la hilacha de porteño, lo sé. El primer día cuándo llegué, en la terminal todos se saludaban todos, incluyéndome a mí. ¿Por qué tanta amabilidad? Me sigue sorprendiendo mi ritmo acelerado, mi paso apurado caminando por las calles desoladas malargüinas en donde el traqueteo de los pies es a una velocidad mucho más inferior que la mía. Un cine, en donde solo hay una sala y una proyección. Una fila en donde todos se conocen y se saludan. Amores fugaces, tramposos que mis ojos veían esconderse sin vano de la mirada juzgadora de la pueblada. Un boliche, donde nadie es anónimo y cada paso es un riesgo inconsiderable para nosotros, los porteños.

Obvio que a mí me va a chocar. Nacido en Lanús, viví en Lomas hasta los seis. Después me sumergí en el ritmo frenético del barrio de Belgrano hasta el día de hoy, sin importar que viva en un barrio del conurbano desde el 2012 como Villa Martelli. Acá (por Malargüe), el ritmo martelliano o de Temperley que veo los días de cancha que a mí me parece lento, acá eso es super mega archi rápido. Pero que me choque no significa que lo abomine ni mucho menos. Tan sólo que estoy criado a otra manera. Puede ser que envidie un poco la seguridad, el dejar el auto abierto y la casa sin llave de noche, que envidie la amabilidad y solidaridad entre vecinos. Pero a la vez extraño, extraño los bares porteños abiertos un lunes de madrugada, la anonimidad que te da vivir en la urbe de salir con cara de orto sin tener que dar justificaciones a nadie más que a uno mismo. Extraño tanto como lo que envidio de acá. Porque así es la vida, extrañamos lo de uno cuando no lo tenemos más y envidiamos lo del otro por el simple hecho de no tenerlo.

Creo que me fui a la mismísima mierda con mi relato. Llevo no sé cuántas palabras y no estoy diciendo un carajo de lo que venía a decir. ¿Qué carajo hago acá? Una pregunta que cada vez crece más dentro de mi cabeza mientras se acerca la fecha de mi regreso. Desafío. Esa es la palabra. Puede ser que haya venido acá a valorizar mi vocación para estudiar Turismo cuando quise dejar la carrera (aunque vaya a arrancar otra en simultáneo). Puede ser que haya venido a curar una desilusión producto de un desencuentro que lleva ya años. Puede ser que haya venido a escribir mi novela, la cual avanza a ritmos malargüinos. Puede ser que haya venido solo para desafiar mi estatus de falso bohemio metropolitano y probarle al mundo (y principalmente a mí) que puedo sobrevivir aislado, a 1300 kilómetros de mi casa, en un entorno rural donde tengo que hacer cosas que nunca en mi vida pensé que haría. Puede ser tantas cosas que ya me mareé. También puede ser que no hay un porqué y que terminé en Malargüe porque me dijeron que venga acá en vez de Bariloche, La Angostura o Mendoza Capital. Mientras tanto me seguiré haciendo la pregunta


Ignacio Leiva, 28 de julio, Malargüe, Mendoza

viernes, 22 de junio de 2018

Un minuto de silencio


He estado pensando el inicio de esta historia por horas. Sin embargo, no se me ha ocurrido mejor idea que ésta. Hagamos un minuto de silencio. Usted lector, yo escritor, personajes, situaciones, todos. Hagamos un minuto de silencio en señal de respeto a aquellos amores que no fueron, a aquellas almas que estaban destinadas a ser pero nunca se encontraron. Hagámoslo también por aquellas que si se encontraron pero en mal timing. Y sin duda, con muchísimo respeto y dolo despidamos a aquellos amores que eran perfectos el uno para el otro pero la maldita vida se empecinó en separarlos.

Cada historia tiene tres partes. Seguro usted lo haya visto en el secundario. Inicio, nudo o desarrollo y final. Y esta también obviamente tiene los tres elementos. Pero la gran particularidad es que estos tres instantes pueden ser perfectamente detectados en tres instantes precisos, en tres miradas. Y yo, escritor maldito, tengo la traicionera memoria de acordarme de cada uno de ellos con el dolor que conlleva eso.

Si tengo que culpar a algo es al azar. Pero creo que es cobarde de mi parte lanzar mis blasfemias hacia algo tan etéreo como la simple aleatoriedad de eventos que concatenaron en la triste realidad: ella. Porque ella lo fue todo, fue lo mejor y fue lo peor que me pasó en la vida. Y puede ser, que culpe al azar de haberla conocido de todos mis males. Porque sin ella no estaría escribiendo esto ahora. La verdadera pregunta vendría a ser si realmente valió la pena todo el amor para su proporcional caída. Pero me estoy adelantando.

Era una tarde de marzo. Exactamente eran las tres y cuarto de la tarde del veintiséis de marzo. Ese fue el momento en que mi vida cambió para siempre. Tan sólo bastó con que se siente al lado mío en el banco de la Plaza Francia que le da la espalda al árbol ese gigante que si no me equivoco es un ombú. Tan solo bastó con que saque de la cartera un perfume que prefiero no describir para no quitarle lo sagrado y se aplique un poco en su cuello. Tan solo bastó con sacar del antedicho accesorio unos lentes de lectura muy bonitos que combinaban con su pelo lacio y morocho y con sus ojos marrones, profundos y electrizantes. Tan solo bastó con que saque el mismo libro que estaba leyendo yo. Tan solo bastó con una mirada cómplice y con una charla de veinte minutos acerca de Crimen y Castigo. Tan solo bastó con una hora y media de caminata entreverada por las tumbas y leyendas del Cementerio de la Recoleta. Tan solo bastó con agarrar Alvear. Tan solo bastó con divagar de bueyes perdidos a la vista de los palacios que adornar la zona más pituca de la ciudad. Tan solo bastó con una mirada enfrente a la Torre de los Ingleses. Tan solo bastó con apoyarnos en una farola. Tan solo bastó con una probadita de tus labios. En realidad, vuelvo atrás, tan solo bastó con verte por primera vez para enamorarme perdidamente de ella

Uno puede hablar con mucha gente y sobre muchas cosas. Uno habla sobre el clima, sobre el partido de Boca, de la formación de Banfield el domingo o del Bailando. Uno habla con la vieja del cuarto en el ascensor, con el seguridad de la facultad, con cualquier persona que se le cruce. Sin embargo, una buena conversación necesita de dos. Para conversar se necesita del otro. Se necesita un intercambio fluid. No es necesario tener la retórica de Sócrates, o hablar de asuntos eruditos y esnob. Tan solo se necesita sinceridad, apertura y empatía. Y eso fue lo que sentí conversando con ella. Cada paso era un tema, cada tema era un desafío y cada desafío era una flecha más en mi culo proveniente de Cupido. Y sí, tal vez fue que por eso me enamoré de ella. Me enamoré de la manera que nos conocimos. Es decir, cumplía las fantasías básicas de un intelectual de clase media que asiste a la universidad a estudiar Derecho aunque su pasión son las Letras. Una chica que se sienta en el mismo banco que yo. Una chica muy bonita. Y saca el mismo libro. Me pide fuego. Le digo que no tengo y ella me responde que ella no tiene cigarrillos ni fuma. Que tan solo quería hablar. Que tan solo quería conocerme. Es verdad que soy un tipo bastante tímido. Imagínense, no tuve que hacer nada y ya estaba conversando con la chica bonita. Ni en mis sueños más optimistas ni en las películas de Woody Allen que me gusta mirar. Es que así, sin más, de una tarde para la otra: estaba enamoradísimo.

Y acá es donde entra el famoso azar. Yo salí de la Facultad de Derecho a eso de las dos de la tarde. Había tenido una clase teórica de Derecho Comercial I y estaba muy cansado. Un poco porque había dormido muy poco la noche anterior y otro poco porque estaba en primer año de la carrera tan solo por inercia. Porque había hecho el CBC y tampoco que tenía ganas de perder tiempo (y futuro dinero) al estudiar Letras. Para ser fáctico, el mundo para un abogado es mucho más fácil y el dios Dinero me engatusó. Un poco por ese tedio y odio a mí mismo es que salí disparado por la calle Pueyrredón. Era temprano para ir a mi casa en el barrio de Olivos. Hoy no me acuerdo por qué, seguro era una excusa boluda. Es por eso que agarré Pueyrredón para el lado de la Avenida Santa Fe y me dediqué a caminar lentamente, con un paso vencido, dejándome llevar por la calurosa tarde otoñal.

La idea original era tomarme el 152 en la avenida Santa Fe y llegar por lo menos a eso de las tres y media a mi casa. Ya eran las tres menos cuarto cuando al cruzar la Avenida Las Heras se me ocurrió la idea que me iba a cambiar la vida. Me faltaban cien páginas para terminar Crimen y Castigo y a esa hora no habría asiento en el colectivo y pospondría su lectura para otro momento. Y es por eso que cambié el paso y me dirigí hacia la calle Uriburu para terminar en la Plaza Francia. Eran las tres en punto. En mi cabeza el cálculo era más o menos el siguiente: dos páginas por minuto, un poco más, un poco menos, a las cuatro menos cuarto ya estaría emprendiendo la vuelta hacia mi casa. No estaba mal. Tiempo me sobraba. El sol molestaba y elegí ese banco gracias a la sombra del viejo árbol. Qué curioso, ¿no? Si cada una de estas concatenaciones no se daban, nunca la hubiese conocido y mi vida hubiese sido a priori distinta. No sé si mejor, no sé si peor. Pero por lo menos distinta.

Bárbaro. Ya tenemos un principio. Es un poco cursi pero juro que fue así. Es una de esas cosas que te salen una sola vez en la vida. Dos a lo sumo. Tres si tenes mucha suerte. El chico que le va mal con las mujeres conoce a una chica con sus mismos gustos, se hablan en un espacio público de interés común. Conversan, no hablan. Se  besan. Se pasan los números. Se llaman. Se ven dos o tres veces. Se besan, hacen el amor. Se entienden, son felices. Él le propone ser algo un poco más serio. Ella acepta. Se besan y vuelven a hacer el amor. Son felices pero de golpe una noche de noviembre todo cambia para siempre.

Hacía calor. ¿Realmente es ese el detalle que quiero contar primero de la noche que cambió todo? Es que, en realidad, nada tendría que haber cambiado. Empiezo a dudar si seguir contando esta historia. Ustedes se irían felices sabiendo que le chico es feliz con la chica y viceversa. Ríen, se besan, tienen sexo y siguen conversando. ¿Qué más? Sin embargo, como escritor tengo la cruda tarea de contar la historia completa. Es verdad que algunas cosas estarían mejor con un final feliz. Sin embargo, muchas otras son mejores con el triste desenlace de que la vida es pasajera y todo puede cambiar de un momento para el otro.

Como decía, hacía calor. Era el siete de noviembre a las tres y veinticinco de la mañana. Esa noche habíamos ido al teatro a ver una obra comiquísima. Reímos, nos agarramos de la mano, seguimos riendo, comimos en Guerrin, tomamos cerveza, nos seguimos riendo. Y lloramos, lloramos mucho. Pero eso fue después de la noticia. Antes fue todo risas, besos y caricias. Sus padres no estaban en su casa y fuimos para allá. Abrimos dos cervezas y nos pusimos a conversar. De cualquier cosa, desde Hegel hasta el pelo rosado de su amiga Verónica que no le quedaba muy bien que digamos. Las cervezas se siguieron abriendo y las risas se transformaron en carcajadas.

Pero todo cambió. Así como si nada. Ella se acomodó en el sillón, me agarró las manos, y me miró a los ojos. Las lágrimas rodaban por su mejilla, y su maquillaje comenzaba a correrse. Lógicamente me preocupé y le pregunté qué le pasaba. Me miró y me confesó la cruel noticia. Se iba. Sí, así como oyen. El ocho de noviembre a las tres de la tarde ella se tomaba el vuelo de KLM hacia el aeropuerto de Schipol de Ámsterdam donde haría escala para luego llegar a la gran ciudad de las luces: París. Iluso de mí le pregunté acerca de su fecha de retorno. La beca es por seis meses, pero quizá me quedo un tiempo más. Y hay diferentes tonos para decir eso, y el de ella era exactamente el de no pienso volver ni por putas.

La besé y me fui. Recién lloré a las cuatro cuadras. Pero más que un llanto de tristeza era un llanto de odio. Un odio irremediable hacia mí mismo. ¿Cómo podía ser tan egoísta? Era su sueño. En tercer año de Historia del Arte poder viajar a París con una beca en museología. París. Creo que no hay ciudad que vaya más con ella. París, que feliz que sería ella en París. Qué feliz que será ella en París. Sin embargo, esa felicidad viene sin combo. Esa felicidad a mí me tenía como un extra a pagar que todos sabemos que no va a ser elegido. Esa felicidad de ella no me incluía en sus planes. París era renunciar a mí. Blasfemé. Puteé al cielo, y a las estrellas. No creía en ningún Dios pero de todas formas lo puteé. ¿Por qué ahora? ¿Por qué la felicidad es tan injusta y se va en los momentos de mayor jolgorio?

Y todo esto nos lleva a una noche de junio. Ella obviamente no volvió de París. Al principio intentamos la relación a distancia pero enseguida ella se enamoró de Pierre. Un simpático francés que estudia filosofía en la Sorbona que la invitó a un café luego de verla leer el libro de Justein Gaarden que le regalé en el aeropuerto como despedida. Y yo acá todavía no había podido renunciar a ella. Era la continuidad para no aceptar mi derrota. Saber que es feliz me dejaba un poco más tranquilo pero París no es Buenos Aires y Pierre LeBleu no es Damián Otero del barrio de Olivos, estudiante de Letras haciendo el CBC después de dejar Derecho mandando bien a la mierda a todos los mandatos familiares y sociales.

La otra noche hizo frío. Mucho frío, casi tanto como en mi corazón. Había ido con un amigo a Plaza Serrano a disfrutar unas cervezas. A decir verdad estos meses sin ella se hicieron muy difíciles. El amor no es algo que quería volver a experimentar. La fantasía de que ella vuelva de improviso a tocarme el timbre y partirme la boca de un beso se repetía en muchos de mis sueños. Tinder no era para mí, ni hablar de conocer a nuevas personas. Sin embargo, la vida es difícil, es una hija de puta pero sorprende muy bien. Y vaya que vale la pena estar vivo.

La vi y recuperé el calor. Estaba en la barra de un bar sola. Pelo rubio largo y lacio. Se notaba que no era su color natural pero eso le agregaba un poco más de belleza a su cara. Pidió un gin tonic y se sentó a esperar a alguien. Yo estaba en una mesa a unos metros de distancia. El cuerpo de mi amigo me daba un poco de refugio como para no mirarla tanto. En el fondo de mi corazón, el Diablo me decía que espere por ella que desde París algún día volverá. Sin embargo esperé y ordené otra cerveza para mí y para mi amigo. Vi que nadie llegaba y la rubia se impacientaba y le pedía al barman otro gin tonic.

Ninguna chica no interesante pide un gin tonic. Me acerqué y le sonreí. Tan solo bastó con oler su perfume, tan solo bastó con arrancar a charlar y luego a conversar. Tan solo bastó con que se pasen las horas, y que salga el sol y que pida un taxi hacia tu casa. Tan solo bastó con ser parecida a ella para olvidarla. Tan solo bastó con que seas lo suficientemente distinta como para que me vuelva a enamorar.

Ignacio Leiva, 22 de junio de 2018, Villa Martelli

domingo, 3 de junio de 2018

La pelotudez incurable de López


No sé por qué me estoy poniendo a escribir a estas horas de la madrugada. Puede ser que mañana a la mañana yo mismo me diga que soy un pelotudo sin cura y tire esto a la basura. O también está dentro de las posibilidades no saber que soy un imbécil a pedal y terminar de entregar esto a un editor y que ese alguien sea el que me diga la verdad franca y dolorosa: Sí, López sos un recontra re mil pelotudo. Pero igual sigo, quizá sea por mis aires de idealista, de falso pensador bohemio criado en la metrópoli o muy seguro que sea por mi inevitable zoncera. Otro sinónimo de pelotudo en tan pocas líneas, ¿ven lo que les digo? Pero bueno, hoja aparte que ese no es el punto.

Más allá de lo que diga el editor, el lector o la mar en coche, tengo la necesidad indómita de agarrar la notebook y llenar el blanco papel virtual (sí, hasta en eso soy un tarambana que no escribe en papel) con una serie de oraciones con cierta coherencia y cohesión para terminar de explayar mis ideas más inconscientes. No puedo explicar con palabras ciertas lo que es esta necesidad en mí ni en cómo se manifiesta. Pero podemos concluir que es una fuerte presión en el pecho que duele y que la única cura que le encuentro es darle rienda suelta a la mano y escribir.

No me culpe señor editor (o señor lector si es que pasa el imposible filtro del antedicho) pero volví a ver eso que tanto me hace mal. Para ser justos, volví a ver dos cosas que me hacen pensar en muchas cosas. Por favor, déjeme introducirlo a lo que va a leer. Son dos historias que no tienen nada que ver entre sí salvo el increíble parecido que tienen entre ellas.

Si usted me pregunta cuál es el día más feliz de mi vida seguro esperaría otra respuesta. El nacimiento de un hermano, terminar la secundaria, algún viaje o alguna cosa personal. Sin embargo, debo contestar a ciegas que el momento más feliz de mi vida fue un nueve de julio del año dos mil catorce. Ya la fecha lleva dos improntas importantes, la primera es que un nueve de julio es un día ya nacido para ser importante: la independencia del país, la nevada en Buenos Aires del 2007, entre otras. Y la segunda que podría deducir es julio de 2014 es mes de mundial, el mundial de Brasil. Así que sí, soy un reverendo boludo, el día más feliz de mi vida se reduce a la imbecilidad de veintidós estúpidos millonarios (veintiuno más un extraterrestre) corriendo atrás de una pelota y del absurdo concepto de la patria.

El recuerdo de esa noche ilumina mis ojos. Sin embargo, en vez de relatar la salvada de Mascherano o los penales de Romero, quiero hablar de la secuencia que cada vez la recuerdo mejor y peor a la vez. Dos roles: un héroe y un villano. Pero esos roles son rotativos y subjetivos, para mí el héroe viste de celeste y blanco y el villano de verde, pero eso es una opinión personal, para alguien de Eindhoven, Río o Santiago la cosa es al revés. Pero la cosa es así y no importa mis divagaciones: el héroe es Maximiliano Rodríguez y el villano es Jasper Cillesen, un rubión holandés. Y en esta historia el héroe gana, patea cruzado su penal y gana. Gana a pesar de todo, a pesar de las críticas, a pesar de la vida, a pesar del a pesar.  Y reí, y festejé y sentí mi viveza.

Ahora toca volver a la miserable vida de Facundo López y dejar de pensar en aquella noche de San Pablo. Y para establecer mi punto déjenme introducirles la historia que sirve de comparación. Era de noche, como siempre que pasan cosas cruciales. Y llovía, como siempre que pasan cosas cruciales. Dadas las condiciones la conocí. Y gané, a pesar de todo, a pesar del mismísimo a pesar. Estaba en la barra de un bar con una Stella en la mano. Tomé valor como lo hizo Maxi en aquella noche de frío en la Arena Corinthians y le hablé. No me acuerdo de que gansada pero le hablé. Me hice presente, me sentí vivo. Y charla va y charla viene llegaba el momento del penal. El momento crucial de pedirle el teléfono y una cita en lo pronto. Y sirvió, fuerte y cruzado jugó Maxi. Lento y cariñoso jugué yo. Y ahí estaba, con una victoria mucho menos interesante que la de la Argentina en el mundial, pero una victoria al fin, una victoria de los desahuciados, de los que estábamos acostumbrados a perder.

El final fue igual para ambas. Una derrota clara, evidente, incontestable pero no merecida. Ella se fue con otro y yo quede solo, a las puertas de la gloria. Y Argentina lo mismo, perdió con ese maldito gol de Mario Gotze. Y será por eso y quizá porque estoy ebrio que decidí volver a ver ese penal de Maxi Rodríguez para luego ver el gol de Gotze y llorar. Y quizá sí, sea lo suficientemente pelotudo como para abrir el primer cajón de mi escritorio y sacar esa servilleta escrita de la primera cita con ella y tal vez (no, qué digo tal vez, seguro) soy tan idiota de también de abrir el otro cajón y esa maldita caja que dice grande NO ABRIR pero igual la abro para hacerme daño. Y ver el otro papel, el gol de Gotze de mi vida, ese triste recuerdo, ese maldito post it amarillo que reza “el tiempo fluye y las cosas se ponen en su lugar”. Esa maldita indecisión de una renuncia a medias, de una cabeza carcomida por la idea de que en algún momento será y que por algo no es. Y ese maldito sentimiento de ver que quizá uno estaba equivocado y que ser amigos es más que una buena idea y que todo esto fue una farsa. Puede ser, todo es relativo. Lo único de lo que estoy seguro es que mañana mi editor me dirá: López sos flor de idiota.

martes, 3 de abril de 2018

Una noche perfecta


La del vestido amarillo y el de traje caminan. La noche está sobre ellos. Una caminata innecesaria, casi incomoda. De esas que se dan por casualidad o por algo así. La verdad no me acuerdo por qué se da. Un auto que es buscado, un chiste malo referido a las ondas de la llave. Risas forzadas. Paso acelerado, paisaje bonito, noche, estrellas. De golpe, todo se vuelve confuso. El piano suena más fuerte. Una táctica. La llave en la mandíbula, ¿Funcionará? Mito urbano, pero como chamuyo está bueno.

El lenguaje corporal es espeso, el llegar a un sitio abrumador les pesa, se detienen, caminan más lento, ven, observan y sienten eso que esta pasando. El piano se vuelve más y más fuerte, ya no es simple fondo, es la música que toma protagonismo en la escena. La vista está hecha para dos, lástima que seamos vos y yo. ¿Por qué? Porque otros quizás admirarían ese cielo nocturno y las estrellas que salen de los edificios de Los Angeles. This could never be, you are not the type for me. Sin embargo, lo dice con un dejo de amor en la mirada, poniéndose la limitación al no ser antes de dejar que sea. Negar la chispa, a pesar de su existencia evidente. No solamente es ver para creer, a veces aun viendo se puede no creer.

La chica toma el control de la situación pero también niega todo. Pero ojo, el decir que acá no hay chispa es su deber, es su llamado. Negar el sentimiento de un paisaje bonito, el sentir que esto no es para uno, es para alguien de segunda categoría. O quizás, es para uno de primera y uno ya está en la B hace unos años.  La conclusión es perfecta: What a waste of a lovely night.

No sé por qué volví a recordar esta escena de La La Land. También es de noche pero no es Los Ángeles. Callao y Corrientes. Plena Capital Federal, vos y yo, de alguna manera caminando. Como en la escena, no sé qué hace que estemos caminando por Callao un sábado a eso de las once de la noche. Sin embargo, al llegar a la intersección con Corrientes nos miramos. Duró un segundo pero lo sentí como horas.

¿Cómo puede ser que estemos tan destinados a ser el uno para el otro pero a la vez esto sea imposible e incompatible? Esa fue la mirada, cómplice, picaresca, casi surrealista, como implorando perdón, perdón por no ser. Por lo menos de mi parte, desconozco las razones de la tuya, quizá solo fue un simple movimiento de cabezas, o probablemente no. Quizá es eso que les pasó a la de amarillo y al jazzero al llegar a esa vista: quedaron tan atónitos que pensaron que no estaban ahí pero no estaban solos y el otro es testigo también de esta realidad.

La avenida está frente a mis ojos, y por ende frente a los tuyos. Las luces de neón de los teatros me encandilan, la gente me perturba pero a la vez me hace sentir que estoy vivo. Salen de a borbotones de los locales y ríen jocosamente. Hay parejas, grupos de amigos y gente que no puedo descifrar su relación y estábamos vos y yo obviamente.

This could never be. Esa frase me retumba en la testa, me mata, me asesina, me clava como un puñal en la costilla derecha. No solo eso, me mea en la tumba y me perturba en el más allá (si es que existe uno). Porque mi sensación al recordar la frase es la misma que la de ese tipo de traje. No concuerda lo que siento con lo que digo. No es lo que quiero que sea. Esto sí puede ser, o peor, pudo haber sido pero no lo es. No estoy seguro si no lo será. Parte de mí tiene la fé ciega y enferma que algún día el milagro se hará pero otra muy sanamente se rindió pero se chocó con que no pudo cambiar muchas flores por una flor. Peor, lo timaron en el intercambio y se quedó sin el pan y sin la torta.

El Obelisco al fondo es testigo de esto. Mi relación con él es rara, por una parte lo odio. Un símbolo fálico que no tiene ningún sentido como símbolo de la Ciudad que más amo en el mundo, pero es por su condición de símbolo que termino amándolo. Y es verdad, qué bien queda ese pene minecrafteado en medio de esa avenida anchísima y reflejado por las luces de los autos y los carteles publicitarios de un Times Square porteño. Te miro, y con vos tengo la misma relación dual. Siento que fuiste lo mejor que me pasó en mi perra vida y a la vez veo como maldigo el día que te conocí. Pero eso último no lo siento de verdad, es solamente una pose para no caer en la tibia obsesión de amarte.

Se ve que se siente lo que estoy describiendo y pensando porque empezaste a tararear ese maldito piano de esa hermosa película. Y se ve que me descifraste en mis pensamientos porque me dieron muchísimas ganas de bailar. Y de mirarte a los ojos, aunque me congelen cual Medusa. Pero primero de bailar, aunque no sepa dar ni dos movimientos coordinados, pero al lado tuyo seré Piquin. Creo que diría lo mismo que Ryan. Creo que sí, creo que negaría que esto es perfectamente hecho a mano para nosotros dos, creo que lloraría mientras lo interpreto porque primero se me caería la cara de mentirte a la cara y segundo porque estaría cantando en plena Avenida Corrientes y yo no canto ni en la ducha.

La gente probablemente nos haría de extras, probablemente baile con nosotros como en aquella comedia de Justin Timberlake y la hermosísima Mila Kunis. Saldrían del teatro y se quedarían ahí atrás de nosotros porque somos las estrellas. Te miraría de vuelta, es la hora de hablar, pero no hablaría, solo te daría un beso. Uno solo. Un beso corto, de renuncia, de despedida. De this could never be, un beso de esos. Fríos, a sabiendas que se viene la cachetada, a sabiendas que cagaste toda la historia previa y que mandaste a cagar todo lo bien (y lo mal) que hiciste las cosas por estos meses, años, o lo que sea. Me daría vuelta por la Avenida Corrientes, pararía un taxi y me iría para siempre de tu vida. Si tengo suerte, volverás mañana y nos encontraremos de alguna manera como la Maga y Oliveira en la rive droit en el capítulo 6 de Rayuela.

Pero de golpe, vuelvo a la realidad, me colgué mirándote y vos estás casi extrañada. Sabés que a mí me agarran esos dotes de filosofo medio raro. Vos sabes que hago cada mes que otros no saben, y me quedo así, perplejo. Miento rápido, digo que pienso en cualquier otra cosa menos la verdad: en vos. Y así es como siento el sonidito maldito de Personal y la llamada de aquel que no permite que esto sea. What a waste of a lovely night, what a waste of a lovely love story.

Ignacio Leiva, 3 de abril de 2018, Subte D.

martes, 27 de marzo de 2018

La verdadera historia de Jesús y Judas


El ser humano en su búsqueda de la síntesis ha olvidado muchas partes de la historia. Ésta al ser escrita por los vencedores también pierde una parte humana y se vuelve casi mitificadora. Nadie te dice que San Martín cagaba, que Napoleón daba vueltas en la cama o que tenían sentimientos profundos Mahoma, Abraham o Tutankamón. Sin embargo, una señora muy muy anciana que vive en un kibutz de Israel jura ser descendiente de Jesús y que el Viernes Santo y toda esa parafernalia no es como nos la cuenta la Biblia, Dios o el mismísimo Mel Gibson.

Jerusalén. Año 33 más o menos. El suelo de arena, un calor de cagarse, una noche de esas tipo la Costa para bucito después. Irresistible para los mocos. Ojo, la historia nunca contó la verdad de ese jueves. Pero de todos modos, esta viejita cuenta segurisima según cuenta un libro de su familia escrito en arameo que esa noche hizo un fresquete manolete y que el viento llevaba la arena hacia los ojos de la gente. En una casa ahí en el pueblo, había una fiesta. Pan y vino para toda la muchachada.

El anfitrión, un tal Jesús. Un pueblerino carpintero socialista con pretensiones de grandeza y fama. Este tipo revolucionó el pueblo hacía unos días cuando entró montado en un burro y la gente le tiraba un par de ramos de olivo. Luego, mandó a callar a un par de curas y se calentaron las cosas con los romanos. Una especie de Justin Bieber que viene al país, se agarra a trompadas en un boliche palermitano, patea la bandera y se arma la podrida.

Este Jesús no andaba solo, tenía doce discipulos que eran sus amigos, sus sirvientes y sus estudiantes. Pero más importante que ellos: tenía un amor. La Biblia y la Historia hacen que nos olvidemos que este personaje de existencia supuestamente comprobada era efectivamente un ser humano y como tal tenía necesidades básicas como uno. Sí, señor Opus Dei, Jesús cagaba, meaba, cogía, y comía con la boca abierta.

La viejita desconoce cómo se conocieron Jesús y esta mina cuyo nombre no trascendió. Algunos dicen que estaba medio enganchado con María Magdalena, puede ser ojo, pero no se la quería jugar por una prostituta. Mucho peor para la blasfemia pública, Jesús se estaba encamando con la novia de Judas.

Tuzzio-Ameli, Icardi-Maxi Lopez, Tinelli-Sebastián Ortega. Son algunos casos conocidos de esta alta traición. Jesús no solo tenía una relación fisica con esta muchacha, no, era una relación metafisica, algo mucho más allá. Era amor. Sin embargo, en esa época el divorcio o mandar a cagar a tu novio no estaba muy bien visto, entonces, Jesús amaba a escondidas a la muchacha y la muchacha le correspondía.

Cuentan las malas lenguas que el jueves aquel de calor por la mañana y fresco por la noche, se dice que ese día Judas los encontró en acto y entregó a Jesús. Otros dicen que Jesús mismo sabía que Judas sabía y que lo iba a traicionar. Aquel via crucis el barbudo supo que iba a morir, pero no para salvar a la humanidad, ni para filantropía ni por nada más terrenal que por una mina. Judas fue un asesino pasional y Jesús admitió su amor y llevó hasta las últimas consecuencias este.

La viejita es un poco loca y tiene esquizofrenia, quizá olvidé decir eso. Sin embargo, nos regaló una linda historia para desmitificar cosas, para dejar de endiosar a seres humanos. Porque si Jesús existió, fue un ser humano tal como vos, como yo, o como cualquier otro.

Ignacio Leiva, 27 de marzo de 2018