martes, 27 de junio de 2017

Renuncia

La luna es clara entre las nubes negras de la lluvia que pasó. Las estrellas están escondidas en el negruzco cielo de la Capital, mitad culpa de la incesante caída de agua, mitad culpa de la maldita polución que algún día terminará matándonos a todos. Los autos pasan uno por uno por la avenida y la gente borracha va y viene caminando por la vereda y la plaza.

Un banco, dos personas. Martín y Pilar. Eso dicen sus documentos pero ni ellos mismos saben quiénes son. Las dudas existenciales son moneda corriente en esta noche maldita. No se conocen, nunca se hablaron. Son dos individuos independientes en los más de 3 millones que tiene la ciudad, en los 40 millones del país, en los 7 mil millones del mundo. ¿No es curiosa la casualidad de que ambos estén en el mismo momento y lugar? Unidos por esa banca pero desunidos, solos. Llaneros solitarios en esta noche de verano en la que el calor y el escabio marean y el amor droga a cualquiera.

Ella se siente sola, está sola. Sus amigas en algún lugar deben estar. El vodka no la deja recordar. Plutón, La Matanza, adentro del boliche o allá donde cagó el conde es lo mismo. Recuerda que en algún momento ella fue todo. La estrella del baile, la rosa más preciada. Pero el cuarto de hora pasa y gracias a Dios que pasa- Sus errores y sus falacias la llevaron a la caída gorbachovesca pero también la llevaron a sacarse la careta, oh Perestroika hecha mujer. Ella ahora es quién es, quien debiera ser, todo lo malo y todo lo malo están atrás; en algún lugar. Es momento de pasar página, con los que estén. Aquellos que eran falsos chau ni nos vimos. Aquellos verdaderos bien cerquita de ella, pegaditos, para luchar esta batalla contra el pasado y contra lo que alguna vez fuimos.

Hay algo que le faltó en aquel momento que lo tuvo todo: amor. Probó mil bocas pero ninguna la sació. El maldito amor que tanto miedo da. No es nada sin él. Podrá ser linda, podrá ser inteligente pero nunca fue feliz como se es cuando hay amor. No se conforma con que no haya nada. Acá tiene que haber amor carajo. ¿Tan difícil es?

Saca un encendedor y prende un cigarrillo, se cruza de piernas, se ata el pelo y se dispone a fumar en tranquilidad. La petaca de vodka cada vez más vacía bajaba cada vez con menos esfuerzo. Cada sube y baja era un motivo de arrepentimiento pero ¿Qué se le va a hacer? Extraña ser quien era, extraña todo. Le da una pitada muy fuerte y siente el humo en sus pulmones. Esto la va a matar, pero ¿Qué más da? Que sociedad de mierda. Caretas. Un mundo en el que se muestra más de lo debido, un mundo en el que lo casual perdió total importancia. ¿Dónde quedó ese simple interés descarado en algo? ¿Dónde quedó esas charlas sobre temas equis que poco tiene que ver con la practicidad de esta vida de plástico? Al fin de cuentas, todos somos caretas. Todos mostramos una sola faceta: la mejor y guardamos la peor. Y quizá eso sea lo más sano. Otra pitada y piensa. ¿Qué tan bajo cayó el pensar? Un mundo en lo que todo tiene que estar digerido, al alcance, un mundo en el que luchar es mal visto y pensar peor. Pocos supieron ver su faceta mejor y todos vieron la peor. ¿Quién pone los adjetivos? ¿Quién califica qué es lo mejor, qué es lo peor y qué es qué? ¿Ella? ¿La sociedad? ¿Los que prefieren sus tetas o ella que prefiere su conocimiento sobre equis cosa? Una sola cosa queda clara: todos somos caretas y no hay manera de escaparle a este juego.

Él está sentado mirando a los autos pasar. Piensa en la cantidad de gente que pasa y de sus historias, de cómo por un segundo ese tachero gordo con canas, ese oficinista que volvió de trampa a las cuatro de la mañana y esa pendeja borracha convivieron en una realidad, en un cuadro. Lo loco que es que dos personas se encuentren en este mundo de casi siete mil millones de personas, en una ciudad de tres millones. Lo improbable que es que dos personas se hablen, lo imposible estadísticamente que es que alguien ame y más que sea correspondido.

Está harto de esta situación- No es nadie. Último en esta tabla, el fantasma de la B ya lo llama. Pobre cuatro de copas sumergido en una racha maligna. No sabe qué hizo para merecer esto. Trata de no darle importancia pero no puede. Cuando querés cortar una mala racha te obsesionas con ello. Se cansó de rezarle a todo Dios existente, le pidió que esta sea la vencida. Ya renunció. Telegrama enviado, no hay vuelta atrás. Esas lágrimas mientras ve los autos pasar al lado de una desconocida son eso: lágrimas de renuncia, de bronca, de dolor, de impotencia, de fantasía rota.

Chocó a mil por hora. Pensó que alguna vez esto iba a ser diferente. Se acopló sin sentido a las malditas modas, cambió demasiado hasta el punto de no saber quién es. Se refugió en personajes de los cuales él tiene le poder de hacer y deshacer su vida. Pero querido Martín, en esta vida no podes manejarte a vos mismo y querés manejar a los demás. La vida lo venció. Sabe qué quizá en otras áreas podría ganar la batalla pero en estas condiciones no. A nadie le importa su pensamiento crítico, ¿para qué? Si solo aburre… Es un viejo en un cuerpo joven, egoísta, sin ambición de nada. Llora y piensa. Se tienta de cruzar la línea roja. Pero no vale la pena, si él tiene todo. Tiene amigos, familia y talento pero no, le falta ese plus. Sabe que perdió la batalla, otra de tantas pero la guerra todavía no está perdida. Porque el juego del amor es demasiado hijo de puta pero al fin y al cabo en algún momento todos ganamos.

Martín mira a Pilar. Quiere hablarle. Ambos están mal. La noche maldita y el estúpido alcohol los han juntado, es jurisprudencia del destino. Él piensa si alguna vez habrá chance con ella. Es demasiado linda, está a otro nivel, él solo sirve para conformarse. Sabe que va a rebotar, sabe que cualquier esfuerzo es inútil en esta noche de lluvia de la ciudad.

Ella lo mira, le parece lindo pero ¿Qué gana hablándole? Si seguro es un careta más como todos que solo la va a ver como un trofeo, un insípido trofeo en esa patética vitrina. Ya estaba harta de los pibes, son todos iguales. Señor amor, yo renuncio.

Así es como llegamos al final. Así es como Martín y Pilar se fueron por la avenida con rumbos inciertos, guiados por el señor Ron y la señorita Vodka y como no por la hija de puta de la señora Desamor pero ambos con sentidos opuestos. Tanta renuncia se olvidaron que siempre hay una chance de ganar este puto juego en el último minuto. Ellos eligieron perder.


Ignacio Leiva, 27 de junio de 2017, Villa Martelli

jueves, 22 de junio de 2017

Para toda la vida: una historia de amor

La manzana está del otro lado. Un precipicio nos separa, el cual estoy calculando si llego o no a cruzarlo. Me acerco al borde, miro para abajo y tiemblo. Me alejo y miro para esa bella manzana que ahora tiene tu forma y me quiero tirar de cabeza. Cada decisión hace a una vida y desecha otra. Es el principio vital del hombre que vive en este maldito juego en donde pocos ganan y todos pierden. Pero no me importa qué tengo para perder esta noche de invierno en la que tu pelo y tu espalda en esa preciosa campera de cuero me llama, puedo perder todo pero solo te quiero tener a vos. No te hable nunca y ya sé que sos para siempre. Me acerco al borde por última vez y decido saltar.

Tu presencia me abruma y no puedo pensar. Te tengo enfrente tan solo una semana después de ese encuentro fortuito en un bar a base de cerveza y tequila. No entra en mi mente cómo me hice con esta victoria. No puedo creerlo, sos demasiado para mí. Linda, inteligente, buena, simpática, me volvés loco y es por eso que no puedo dejar de mirar esos ojos morenos mientras en mi cabeza Erato me induce a escribirte los versos más lindos que te puedo dedicar.

El Sol entra en la ventana y mis ojos arden por lo que anoche pasó. Tu cuerpo desnudo yace al costado del mío ya convertidos en hombre y mujer. La entrega total de uno hacia el otro ya tuvo lugar y fue maravilloso. Somos magia, chispa, rock n roll, lo fuimos todo. Poco importa que nuestros jeans estén en el suelo, que estén por llegar quienes tengan que llegar, poco importa en esta mañana en la que el afuera es un simple adorno y el  mundo se reduce a este espacio en el que nuestros dos cuerpos y nuestras dos almas viven a la perfección en una idónea simbiosis. Que hablen, que digan, que hagan lo que quieran para detenernos pero nosotros dos somos insuperables. Te amo.

Ya pasaron seis meses de aquella noche y jamás en mis cortos dieciocho años sentí estos nervios, ni en aquellos penales en Turdera en la que Federico me alegró para siempre o ni siquiera antes de esa tarde fatídica en Rio de Janeiro en la que los teutones nos robaron la gloria. No, nada que ver. Hoy vale mucho más que una final. ¿Qué pueden pensar? ¿Qué pueden decir de mi? ¿Mi corrección es muy correcta o muy poco correcta? ¿Expreso ideas o simplemente asiento a todo lo que me dicen? ¿Y si mi suegro es del cuadro contrario, de la otra ideología o simplemente le chupa un huevo el fútbol y la política? ¿Y si la suegra no ve las novelas que estuve viendo en los últimos días para tener tema de conversación? ¿Y si estoy generalizando en la cuestión de sexo? ¿Y si es mi suegra la hincha de Los Andes, fanática de Mussolini o que mira badminton coreano y mi suegro es el que ve Las Estrellas, el Sultán o esa nueva con Suar (¿Acaso no son todas con Suar?)? ¿Realmente cambia el resultado o es simplemente el mismo? “Estoy frito”, pienso. Tengo que salir a jugar de visitante, con el resultado abajo y con el arbitraje en contra. Es chivo, durisimo. Pero hay algo a lo que no voy a renunciar: a la fé, a la fe de tenerte siempre a mi lado, porque te quiero soy capaz de ver mil novelas más de Estevanez con tu viejo o ir al Gallardón con tu vieja. Esto va en serio, y como jamás en mis dieciocho años tuve tantas dudas, jamás en mis dieciocho años estuve tan seguro de algo: Te amo, para toda la vida.

Era una noche igual a la demás, tan igual que algo tenía de distintiva. Ya pasaron tres años y medio de aquella primera vez que te vi y juré que esto iba a ser para siempre. Las luces de Nueva York cegaban mi mente, el Times Square lograba hipnotizarme en un minimo pensamiento. Me encontraba solo, vos estabas en el hotel, no sabías lo que te iba a esperar. En mi bolsillo derecho: las dos entradas para la celebración. Pero el problema es lo que hay en el bolsillo izquierdo lo que desencadena este momento de comunión entre vos y yo querida manzana. Hoy me quiero encomendar para siempre con la otra manzana, con aquella que me lleve de aquel bar. ¿Somos demasiado jóvenes? ¿Y si no me ama? ¿Y si este paso para adelante termina siendo dos para atrás? ¿Y si no son dos para atrás y son cuatrocientos cinco millones pasos para atriqui? ¿Qué palabras pronuncio? ¿Cómo digo esas cuatro palabras mágicas? ¿Cómo logro ponerme de rodillas exactamente dandole la espalda al reloj del Times Square que marcará las doce en punto en este año nuevo? Respiro, suspiro fuerte, la nieve ya moja mi campera y detecto que es momento de jugarmela. ¿Te queres casar conmigo?

¿Te acordas que te dije que ese día sufrí los peores nervios de mi vida? Bueno, te mentí. Los estoy sintiendo ahora. Me estoy casando con veintidos años. Es una tarde otoñal en la bella ciudad porteña. Estoy esperando para entrar a la iglesia, el pucho que tengo en la mano se consume sin que yo le dé ni un beso. Si nunca fume, ¿para qué hacerlo ahora? Pero solamente necesito tenerlo ahí. ¿Qué pasa si me escapo? ¿Qué pasa si me tomo el primer micro a Formosa y desaparezco para siempre? ¿Qué pasa? Pero ni lo pienso porque sé que vos estás ahí, y que siempre vas a estar, porque esto es para toda la vida. Entro y te espero. Lloro al verte caminar de la mano de tu viejo. Sí, quiero. En la muerte, en la vida, en la enfermedad, en la salud, meados por Godzilla o borrachos de buena suerte, para siempre te voy a amar morena hermosa.

Son las cinco de la mañana en un hospital parisino. Jamás pensé que podría ser tan feliz. Ni siquiera cuando seis meses atrás llegaste a nuestro departamento en Lomas para decirme las buenas nuevas. Nunca tuve más incertidumbres que cuando me llegó esta oferta para trabajar en Francia y nunca tuve tanto apoyo como el tuyo cuando hiciste las valijas esa noche y así y todo nos vinimos acá a probar suerte. En la riqueza y en la pobreza dijimos. Podrá ser lo que sea, pero siempre juntos: esa es la premisa más importante. Ahí es cuando la vi por primera vez, ensangrentada saliendo de vos. Es linda como vos, tiene tus ojos. Observo tu mirada y me decis “Se llama Celeste”, y nunca me había sonado tanto ese nombre para mí. Mis dos amores con el mismo nombre. A los dos años vino el segundo: Pericles. Y a los cuatro: Atenas, mi princesa, mi bella polis.

Yo estaba cerca de los cuarenta y cinco cuando volvimos al país. Queríamos que nuestros hijos crezcan como nosotros: en el imperfectamente perfecto conurbano. Es así como compramos la casa en Temperley y lo primero que hicimos es ir a la cancha. ¿Cómo explicar las lágrimas que salen de mis ojos al ver a mi hijo entonar con sus diez años “Temperley/ponga más huevo/que tenemos que ganar/es la banda del gasolero/que no para de alentar” Y también te vi a vos, mirandome a mi llorar. Con la camiseta celeste que te queda como una pinturita en tu cuerpo que no parece de cuatro decadas y media. Aunque eras de Boca hiciste este sacrificio por mi y acá estás en el Beranger a mi lado, abrazados, volviendo a Primera entre llantos desconsolados de nuestros hijos franceses.

El dolor me parte el alma, te veo en la camilla de este frío hospital en la gélida madrugada porteña. Sé que esto no da para más. Me acuerdo cómo llore esa vez en la que te dieron la noticia. La peleamos juntos gorda, la peleamos amor pero hay veces que no se puede. Hay veces como esta en la que me agarras de la mano y a tus sesenta y cinco años cerras los ojos para siempre, dejandome solo pero no mal acompañado. Te dije querida que esto era para toda la vida y así fue.

Vuelvo del flash y sigo en el bar donde comenzó todo. Sigo teniendo dieciocho años y la misma cerveza en la mano. Y vi como mi vida pasaba en frente de mis ojos si te lograba tener manzanita querida. Pero no, me tengo que conformar con la hiel del fracaso de no haberme animado a buscarte, porque lo serías todo si hubiese querido jugar a este juego. Quizá mi vida sea igual pero con otro rostro en vez del tuyo, ¿Qué se yo? Lo único cierto es que marré el penal que me dio la vida, ¿Habrá un siguiente?


Ignacio Leiva, Villa Martelli, 22 de junio de 2017