sábado, 1 de diciembre de 2018

Confesiones de una noche de lluvia


¿Cuál es el sentido del amor si no es mutuo? ¿Cuál es el sentido de querer de más y no ser querido con la misma vara? ¿Cuál es el sentido de esto? Sin embargo, el pobre humano va y vuelve a caer en las mismas garras tramposas del destino inequívoco de la decepción, de no ser correspondido y no serlo nunca.

La lluvia azota mi cuerpo. Y eso de azotar no es ninguna licencia poética porque es así. Las gotas duras y cargadas rompen contra las telas de mi ropa causándome hasta dolor. Mi cabello desdeñado y levemente rizado ahora es un tobogán de agua y adopta la forma que el viento decida con sus soplidos bravos darle. La luna me mira, me observa detenidamente, me juzga. Pero no se atreve a mostrarse sino que lo hace cubierta de nubes amenazantes que se confunden con la noche. Los relámpagos blanquecinos furiosos le agregan ese touch de épica y de tristeza a mi caminata por las calles de algún barrio del conurbano bonaerense.

No busco refugio, ni tampoco pretendo hacerlo. Fue mi decisión salir a la lluvia, de volver caminando las más de treinta cuadras que separan el lugar del que vengo y mi casa. Y creo yo, y lo sigo sosteniendo, que la lluvia es el mejor castigo para mi derrota. Porque las derrotas son para ser castigadas. No me vengan con eso del aprendizaje ni ocho cuartos. Porque el humano es el único animal que tropieza no dos, sino quinientas setenta y tres veces con la misma piedra. Y yo no voy más lejos. Porque sé que hoy perdí o me di cuenta que perdí pero sé que en un futuro voy a volver a perder porque ni cerca estuve de empatarlo, menos aún de ganarlo.

La lluvia, mejor dicho la tormenta me susurra un nombre. No sé si es el ruido de mis zapatos mojados contra la acera o si es el sonido de las gotas caerse sobre el asfalto o mi propia locura que escucha un Caro cada vez más profundo. Empiezo a llorar, o la tormenta entra verticalmente desde mi flequillo. No sé, tampoco importa. Siento un moco y me encuentro con mis dedos índice y pulgar frotando mis ojos ya derrotados. La re puta madre, estoy llorando.

Las veces que prometí no hacerlo, y acá me ves. Lo vengo prometiendo desde el día que me dejó y también vengo rompiendo esa promesa desde aquella fatídica noche. Una noche de lluvia, como esta. Una noche de frío. Una noche de agosto. Una noche tan porteña que dolía en los huesos y lloraba un tango. Una noche en la que todo lo que consideraba perfecto dejaba de serlo.

Las noticias no son malas por su contenido sino por la sorpresa que te genera recibirlas. Porque recibir malas nuevas es una mierda, no voy a ser tan necio como para negarlo. Pero si uno ya sabe lo que va a pasar, o por lo menos lo presiente es diferente. Va a doler, sí. Pero a su vez aparecerán los tibios y bueno era una cosa de días, era algo que iba a pasar tarde o temprano o la mar en coche.

Pero lo de Caro fue distinto. Porque hacía dos meses nomás que estábamos saliendo y eran los dos meses más bonitos que me hayan pasado alguna vez en mi vida. Y ella, por lo menos por sus actitudes y dichos podría decir lo mismo. Es que éramos todo, éramos perfectos. No solo en besos, risas y abrazos. Sino que teníamos algo especial, algo fundamental para la creación del amor: la complicidad. Éramos químicamente compatibles. Y eso es lo más difícil de encontrar en la pareja.

Pero una noche como estas, una noche de tormenta ella me llevó a un bar de Palermo. Y mientras estábamos por la segunda cerveza se puso seria, me agarró el brazo y me dijo la verdad. No sos vos, ni soy yo, es alguien más. Y le tuve que preguntar, y me tuvo que responder que conmigo era químicamente compatible pero con Agustín eran físicamente un fuego, que había hecho cosas que nunca había pensado hacer. Que no me alarme y que no es que me cagó durante los dos meses sino que tres contadas tardes, todas aquella semana. Pagó la cuenta en la barra y se perdió por la calle Honduras.

Yo me quedé impávido, inútil de reaccionar. Creo que pasó más de dos horas hasta que cambié de posición. El llanto era incesable y no me preocupaba de mostrarlo en público. No es que me molestaba que se haya cogido a otro, les voy a ser sincero. Porque viéndome a mí físicamente no tengo el atractivo que tiene ese tal Agustín, ni tampoco me consideraba un ser sexualmente activo. Ella había sido mi primera vez, y tampoco es que éramos conejos. Lo nuestro, o por lo menos de mi parte yacía en lo etéreo de nuestra dialéctica, en esa risa y en esos labios. Nada más, porque no se necesitaba nada más que eso para ser feliz. Pero me equivoqué y por esa derrota pagué caro. Y salí a la lluvia y caminé más de cincuenta cuadras hasta Recoleta.

La lluvia azotaba como me golpea hoy. Ya estoy llegando a la parada de colectivo y mi situación es la misma. No sé cómo se me ocurrió semejante boludez. Ser amigos de la mina de tu vida y su novio. Es que, a decir verdad, Agustín no me parece mal pibe. Puede ser que a veces peque de boludo, pero aquel que nunca lo hizo que tire la primera piedra. Y ella es ella. Y no la puedo culpar de nada porque en el fondo sé que tiene toda la razón y que él es mejor partido que yo.

Y así fue hoy, y por eso fueron estas lágrimas. Por Carolina, que amo demasiado como para olvidarla. Aun sabiendo que ella nunca lo hará, que nunca me amará como yo lo hice, y aun sabiendo que esto no es sano ni por mierdas. Por Agustín, porque ese infeliz es feliz con ella y la hace feliz y por eso no lo puedo culpar. Porque hoy, en esa maldita cena que compartimos los tres con abundante carne, vino y cerveza me di cuenta de eso. Me di cuenta de sus miradas cómplices, de su tensión sexual, de sus besos espontáneos y sobre todas las cosas de su confianza. No puedo negar que sentí mucha envidia, pero también sentí tranquilidad. Ella no está conmigo pero es feliz y eso es todo lo que importa. Por eso vuelvo derrotado, con la cabeza gacha pero también con el sabor triunfal de que al fin de cuentas, yo perdí porque ella ganó

Ignacio Leiva, 1 de diciembre de 2018                                                 


martes, 14 de agosto de 2018

Diez años


Los últimos diez años de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo, nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no estabas.


Eso fue lo que dije. Ni una palabra más, ni una palabra menos. No hizo falta. Tampoco hacía falta hablar, con las miradas ya bastaba y sobraba. Muchas veces el lenguaje está de adorno, casi estorbando. Porque hay selectos eventos en donde solo se necesita mirar, mirar y ser mirado, y con eso la comunicación ya está más que satisfecha. Y ayer fue uno de esos días.

Pero ayer no fue el único. Doce años y seis meses antes, una tarde de enero en la localidad bonaerense de Villa Gesell, también la vi de la misma manera que ayer. Y también hablé, aunque no hacía falta. Me acerqué temeroso a hablarle en su sombrilla. Estaba con dos amigas tomando mate. Esperé a que se fueran para el agua para poder avanzar. ¿Qué digo? Nunca pensé en avanzar, pensaba en la probabilidad de hacerlo. Con eso me bastaba. Me consolaba el saber que por lo menos tuve la chance. Pero no, ella me miró, así, como me miró ayer. Con sus ojos color miel abiertos posándose sobre los míos. Y de golpe, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se sonrojó.

Yo no me di cuenta. Nunca fui bueno para las indirectas, menos para trabajar y decidir bajo presión. Creo que no lo iba a hacer, no recuerdo bien. Solo sentí el codazo limpio de Nahuel como señal de dale Lisandro no seas pelotudo y andá. Y me acerqué. Lento, con miedo de que haya estado mirando a otra persona, a la nada, a lo que sea. Pero no, esos ojos color miel estaban mirando a los míos. Era la mirada. Me gustó, le gusté. No hacía falta hablar después de esa caminata. No. Podíamos comunicarnos solo con nuestros ojos y quizá diciendo mucho más que las tibias presentaciones que mis balbuceos podían dar.

No sé cómo pero funcionó. Pero en el boliche no la encontré y casi muero de un infarto. ¿Y sí se había ido con otro mucho más fachero e interesante que el boludo que está hablando? Porque era mucho más que anodino, un estudiante promedio que tenía dos materias en marzo en su escuela, proveniente de la clase media media de Ramos Mejía. Un boludón de casi diecisiete años que había fracasado en casi todo lo que había tocado. Esa noche de enero, podía ser la vez que perdía la única cosa que me importaba. Que me importaba desde hacía un par de horas, pero eso es más que suficiente. Después de esa mirada, yo sabía cuál era nuestro destino y que ese nos incluía a los dos juntos.

Pero ese plan corría riesgos. Y estuvo a punto de irse a la mierda cuando hechas las cinco de la mañana me fui caminando del boliche pensando que nunca más iba a verla. Pero por esas cuestiones de la vida, en vez de encarar para lo de Nahuel, enfilé mi paso hacia la playa. Me senté en un médano, casi sin importar que mi camisa se ensucie. Esperé una hora hasta que sentí un movimiento raro al lado mío. Ya estaba cabeceando del sueño y estaba tomando valor para irme a la mierda, resignado. Pero no, me di vuelta y la vi. Otra vez con sus ojos color miel, su pelo morocho, su vestido blanco y los zapatos en la mano. Esa fue la segunda mirada, la definitiva, la que menos esperaba y llegó en el momento dónde casi perdía por knock-out técnico.

Miramos el amanecer, nos besamos como nunca antes besé a nadie. Cada vez que nuestros labios se separaban, me sonreía y me volvía a penetrar el alma con sus ojos. Al otro día volvimos a salir, nos volvimos a besar y tuvimos sexo. No, hicimos el amor. Porque sentí ese amor que me quemaba las entrañas, sin importar que la haya conocido dos días antes, la amaba y con locura. Volvimos a Buenos Aires, seguimos hablándonos, saliendo y siendo una pareja aunque recién lo oficializamos en una tarde de otoño en la esquina de Alvear y Montevideo después de un paseo cuasi romántico por el cementerio de la Recoleta y los palacetes de la Avenida Alvear.

Ese año fue el mejor de mi vida, lejos. Nos egresamos del secundario. En enero volvimos a Gesell pero esta vez como pareja. Nos amábamos. Era la relación perfecta. Hacíamos cosas juntos, pero cada uno tenía su respectiva individualidad, los celos eran una mala palabra y la confianza abundaba en nuestros adolescentes cuerpos. Éramos un ejemplo a seguir, la excepción a la regla. Nos complementábamos en lo bueno y en lo malo. Yo sacrificaba algo por ella y ella hacía lo mismo por mí.

Marzo arrancó y cumplimos nuestro primer año de novios y las cosas se pusieron un poco más pesadas. Yo arranqué el CBC de Historia en abril. Ya nos veíamos menos, y hacíamos cosas menos divertidas. Ella se pasaba la mitad del tiempo llorando por no encontrar su vocación o por su miedo irreconciliable a no ser útil. Y yo, pasaba el doble consolándola diciéndole la verdad: que eso llega solo y que va a llegar, en algún momento. Y que mientras tanto, que no llore más.

El llamado lo atendí yo. Era agosto y hacía un frío de la puta madre. Ya las cosas estaban un poco mejor, Julieta estaba decidida a hacer varios cursos de maquillaje bartender, peluquería mientras llegue su vocación. Yo ya tenía el primer cuatrimestre metido y luchando por interpretar algunos nuevos autores en el segundo. Ella se anotó en ese programa con muy poca fe. Sin embargo, ahí estaba del otro lado Felipe, el español, pidiéndome hablar con Juliana para decirle que quedó seleccionada para el programa de work and travel en las Islas Canarias por un año, trabajando en un hotel.

Ella se fue a los veinticinco días, cuando arrancó septiembre. Lloré por diez días seguidos. Ese cuatrimestre recursé dos materias y apenas pude meter Sociedad y Estado con un cuatro en el final. En enero recibí un llamado. Llorando me decía que no iba a volver nunca más a la Argentina, que había encontrado lo que ella quería para su vida: el turismo. Y que iba a finalizar en agosto el programa y que se iba a ir a no sé qué ciudad de Alemania a estudiar turismo y alemán.

Es verdad que tuve la oportunidad de ir. Pero, ¿qué iba a hacer? No tenía ciudadanía de ningún país de la Unión Europea, no tenía un mango para pagar siquiera una balsa, no podía hacerme el héroe e ir a Las Palmas de sorpresa. No es Villa Gesell, son casi once mil kilómetros y unos cuantos dólares que no tenía. Y es así como la dejé ir.

Puede ser que en la última década me haya ido bien. No lo dudo. Me recibí de Licenciado en Historia en seis años y logré encontrar laburo en el colegio donde hice mi secundario como profesor. Antes había hecho de todo para poder independizarme rápido: laburé en un local de ropa, manejé un remis, enseñé clases particulares, de todo. Al principio me costó digerir su pérdida, estuve casi un año sin poder entablar una charla con alguien del sexo opuesto o con alguien de España. A los veinte, dos años después de que ella se vaya, conocí a Cecilia y entablé una relación más o menos estable. A los veintitrés nos fuimos a vivir juntos en Castelar. A los veinticinco nos casamos por civil, puede ser que haya sido una decisión apurada. Nos amamos, no tengo dudas de eso. Es probable que hasta en un futuro muy cercano busquemos tener un hijo juntos. Digo, ya es momento, o por lo menos uno bastante adecuado. Ella es contadora y está trabajando en el banco Galicia hace unos años. Yo enseño en el colegio y en dos universidades públicas. Y aunque no se nos hace fácil logramos ahorrar e irnos veinte días a recorrer Europa.

Y aquí es cuando entra la tarde de ayer. En mis probabilidades estaba volverla a ver. No sé si quería o no, pero sabía que podía llegar a ser una opción. Muy baja en realidad. A ella le perdí el rastro hace siete años cuando empezó la cosa seria con Cecilia. No quería tenerla en ninguna red social por el miedo que me daba recaer en mirar esos ojos color miel y recordar su mirada penetrante en la noche de Villa Gesell, o recordarlos llorosos cuando se perdió en el área de embarque del Aeropuerto de Ezeiza. Sabía que se había recibido en Alemania y que vivía en Rapallo, un pueblo cercano a Génova y a Portofino, donde ella montó un pequeño hostel con una amiga española.

En siete años podía ser cualquier cosa. Que ella esté en el Congo Belga o simplemente que se haya adaptado a la vida en Italia. Qué sé yo. Ayer visitamos el Palacio Real de Madrid, ya era nuestro anteúltimo día de viaje que nos tuvo por Barcelona, París, Ámsterdam, Londres y Berlín. Procuré no pisar Italia por las dudas de cruzarme fortuitamente con ella. El calor estaba sofocándome, tanto que le solté la mano a Cecilia y caminamos todo el trayecto por la calle Arenal separados.  Al llegar a la Puerta del Sol, ella me pidió que la deje sola un par de horas para hacer unas compras en Getafe, que se tomaba el metro y no sé qué cosa y que iba pero que no quería que la estorbe. Como mucho no me importaba el shopping decidí caminar por la calle Preciados hacia la Gran Vía.

La muchedumbre me golpeaba y andaba mucho más apurada que mi paso relajado. Ya había tomado la decisión de pasar mi tarde en el Santiago Bernabéu y si daba tiempo en visitar el Vicente Calderón. Mi vista la tenía fija en el punto lejano del horizonte donde se ubicaba la plaza del Callao y la parada del metro. No te vi, hasta que lo hice. Y como esa tarde, sus ojos ya estaban posados sobre los míos. Estaba sentada en un café, tomando un licuado de esos que tanto le gustan, con un libro abierto por la mitad, mirando hacia la calle y hacia mis ojos desnudos y desprevenidos.

Tenía varias probabilidades. Número uno: me acercaba, pedía un licuado igual al suyo y hablábamos de bueyes perdidos, de dónde había estado, qué hacíamos en Madrid, si alguna vez volvió a Buenos Aires y si eso es así por qué nunca me llamó para coordinar un café juntos. Posibilidad uno, punto uno: la charla termina recordando nuestros momentos gloriosos y se me da por volver a besarla, que sonría y me mire antes de volver a besarnos. Posibilidad uno, punto dos. Termino por enojarme conmigo, o con ella, porque no somos más lo que éramos. Que ya no somos chiquilines de dieciocho, que tenemos veintilargos, casi treinta. Que diez años es mucho tiempo y la mar en coche. Posibilidad dos: hacerme olímpicamente el boludo que no la vi y seguir mi paso lento hacia la cancha del Real Madrid pero a sabiendas de que voy a morirme de intriga sobre vos toda mi vida.

No sé por qué terminé acercando. A paso más que lento, con miedo. Volví a ser ese chiquilin de dieciséis años que la invitó a salir doce años y seis meses atrás. Abrí la pesada puerta del café y sus ojos me miraban más fuerte que nunca. Relojeé su mano: anillo en la mano. ¿Qué estaba haciendo? Pero no podía detenerme, y ahí sentándome en frente tuyo, de espaldas a la calle Preciados pronuncié mis palabras:

Los últimos diez años de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo, nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no estabas.

Me agarró la mano, se sacó el anillo y me besó como solíamos hacer. Nos separamos, río, me miro, me volvió a besar y se puso el anillo:
Yo también te amo, Lisandro, y siempre lo haré. Sin embargo, el tiempo y el espacio nos separó. Buena suerte en tu vida. Me señaló el anillo. Es muy afortunada de tenerte, por ahora, porque sé que en algún momento nos vamos a volver a encontrar: en Madrid, en Morón o en Saturno.

Se levantó de la mesa, me miró por última vez, dejó cinco euros y salió caminando hacia la Puerta del Sol. ¿La volveré a ver?  Qué sé yo, quizá en diez años

Ignacio Leiva, 14 de agosto de 2018, Villa Martelli


sábado, 28 de julio de 2018

La pregunta


¿Qué carajo estoy haciendo acá? Creo que es la pregunta más noble y más sincera que puede hacerse alguna vez el ser humano. En ella confluyen conflictos metafísicos, dudas, certezas y por sobre todas las cosas sabiduría. Porque vivir vivimos todos, pero preguntarse y cuestionarse el cómo y el porqué de cada vida es un trabajo un poco superior. Ojo, que no se malentiendan mis palabras. Lo único que se necesita para preguntarse eso es tiempo. Ni plata, ni algún elixir mágico comprado a una gitana ni un doctorado en Filosofía en la Sorbona de París.

Camino lentamente por la Avenida San Martín, que un poco más allá y un poco más para el otro lado no es otra cosa que la ruta 40. Camino y pienso. La pregunta sale casi por inercia: ¿Qué carajo estoy haciendo acá? Y lamento decepcionarlos esta vez, no voy a escribir ni de amor, ni de alguna historia berreta que se me ocurrió el otro día en la ducha. Sino que voy a hablar de un pueblo, un porteño y una duda.

Son algo más que las nueve de la noche de un lunes. Fue un día agitado, sin dudas. Un vuelo que no salió, que aterricé en otra ciudad, un café, medialunas y un sandwich en la terminal. Una sanjuanina que me habla de cosplay con su hijo. Un micro de seis horas, un cacheo de Gendarmería y una película romántica de la cual todavía no sé el nombre. Pero fue a las nueve y un poco más de la noche, fue a esa hora y en ese lugar: en la parada de taxis de la terminal. Fue en ese lapso espacio temporal que me hice por primera vez la pregunta.

Las horas fueron pasando y las cosas se fueron enrareciendo. Un perro de un color que no sabía de su existencia (bayo) que me salta y casi me tira, un interrogatorio mate mediante con mis nuevos compañeros de casa. La casita. ¿Una pocilga o mi hogar momentáneo? El tiempo iba a decidir. Un trabajo, ocho horas, mails, Booking, que la caja no está controlada, que el check in es con lapicera azul, que la mar en coche. Esa noche, la noche del 2 de julio me fui a dormir preguntándome qué carajo hacía en este lugar.

Malargüe. Lo primero que uno se pone a pensar cuando le dicen sobre Mendoza es el vino. Algunos futboleros mencionarán a Godoy Cruz y al Morro García. Los más viejos a algún cuadro de los viejos Torneos Nacionales. Algunos más sabiondos me indicarán de la ruta 40, del rafting y algo del esquí. Malargüe no tiene un equipo de futbol más que el triste Deportivo, no tiene vino, no tiene rafting ni tiene nada que ver con el esquí que se da a 70 km en Las Leñas.

Me preguntarán entonces, ¿por qué te fuiste a Malargüe? Unos dicen que viajan para escapar, yo digo que viajamos para encontrarnos tanto con otros como con uno mismo. Un pueblo, el campo, el hacer cotidiano de cosas que para mí eran estrafalarias. Y aquí estoy hablando con vergüenza, pudor pero mucha sinceridad. Aprender cosas tan básicas de la vida humana como prender una hornalla con un fósforo, hacer las compras, racionalizar la plata, que el plástico no va al horno o andar en bicicleta. Aprender esas cosas tan básicas dejó un hueco muy grande en mi supuesta integridad que tenía antes de venir para estos lares. Bárbaro, puedo leer a Hegel, interpretar un cuadro de Casper Friedrich o manejarme por la red de subtes de Budapest. Antes tendería en una posición ególatra a pensar que era una especie de erudito único de su especie (aunque hay miles). Pero en el fondo, no soy más que un analfabeto preso de este sistema. No sé cosechar, sembrar, prender fuego, construir un techo, sobrevivir. Puede ser que no esté preso del sistema, sino que lo elijo. Pero al elegir, soy consciente de lo burro en que me estoy convirtiendo.

La otra pregunta que me hice el otro día cuando sobrepasaba el reloj y doblaba en Roca para enfilar hacia la terminal para dejar una encomienda es ¿Cómo puede vivir la gente acá? Y aquí se me muestra la hilacha de porteño, lo sé. El primer día cuándo llegué, en la terminal todos se saludaban todos, incluyéndome a mí. ¿Por qué tanta amabilidad? Me sigue sorprendiendo mi ritmo acelerado, mi paso apurado caminando por las calles desoladas malargüinas en donde el traqueteo de los pies es a una velocidad mucho más inferior que la mía. Un cine, en donde solo hay una sala y una proyección. Una fila en donde todos se conocen y se saludan. Amores fugaces, tramposos que mis ojos veían esconderse sin vano de la mirada juzgadora de la pueblada. Un boliche, donde nadie es anónimo y cada paso es un riesgo inconsiderable para nosotros, los porteños.

Obvio que a mí me va a chocar. Nacido en Lanús, viví en Lomas hasta los seis. Después me sumergí en el ritmo frenético del barrio de Belgrano hasta el día de hoy, sin importar que viva en un barrio del conurbano desde el 2012 como Villa Martelli. Acá (por Malargüe), el ritmo martelliano o de Temperley que veo los días de cancha que a mí me parece lento, acá eso es super mega archi rápido. Pero que me choque no significa que lo abomine ni mucho menos. Tan sólo que estoy criado a otra manera. Puede ser que envidie un poco la seguridad, el dejar el auto abierto y la casa sin llave de noche, que envidie la amabilidad y solidaridad entre vecinos. Pero a la vez extraño, extraño los bares porteños abiertos un lunes de madrugada, la anonimidad que te da vivir en la urbe de salir con cara de orto sin tener que dar justificaciones a nadie más que a uno mismo. Extraño tanto como lo que envidio de acá. Porque así es la vida, extrañamos lo de uno cuando no lo tenemos más y envidiamos lo del otro por el simple hecho de no tenerlo.

Creo que me fui a la mismísima mierda con mi relato. Llevo no sé cuántas palabras y no estoy diciendo un carajo de lo que venía a decir. ¿Qué carajo hago acá? Una pregunta que cada vez crece más dentro de mi cabeza mientras se acerca la fecha de mi regreso. Desafío. Esa es la palabra. Puede ser que haya venido acá a valorizar mi vocación para estudiar Turismo cuando quise dejar la carrera (aunque vaya a arrancar otra en simultáneo). Puede ser que haya venido a curar una desilusión producto de un desencuentro que lleva ya años. Puede ser que haya venido a escribir mi novela, la cual avanza a ritmos malargüinos. Puede ser que haya venido solo para desafiar mi estatus de falso bohemio metropolitano y probarle al mundo (y principalmente a mí) que puedo sobrevivir aislado, a 1300 kilómetros de mi casa, en un entorno rural donde tengo que hacer cosas que nunca en mi vida pensé que haría. Puede ser tantas cosas que ya me mareé. También puede ser que no hay un porqué y que terminé en Malargüe porque me dijeron que venga acá en vez de Bariloche, La Angostura o Mendoza Capital. Mientras tanto me seguiré haciendo la pregunta


Ignacio Leiva, 28 de julio, Malargüe, Mendoza

viernes, 22 de junio de 2018

Un minuto de silencio


He estado pensando el inicio de esta historia por horas. Sin embargo, no se me ha ocurrido mejor idea que ésta. Hagamos un minuto de silencio. Usted lector, yo escritor, personajes, situaciones, todos. Hagamos un minuto de silencio en señal de respeto a aquellos amores que no fueron, a aquellas almas que estaban destinadas a ser pero nunca se encontraron. Hagámoslo también por aquellas que si se encontraron pero en mal timing. Y sin duda, con muchísimo respeto y dolo despidamos a aquellos amores que eran perfectos el uno para el otro pero la maldita vida se empecinó en separarlos.

Cada historia tiene tres partes. Seguro usted lo haya visto en el secundario. Inicio, nudo o desarrollo y final. Y esta también obviamente tiene los tres elementos. Pero la gran particularidad es que estos tres instantes pueden ser perfectamente detectados en tres instantes precisos, en tres miradas. Y yo, escritor maldito, tengo la traicionera memoria de acordarme de cada uno de ellos con el dolor que conlleva eso.

Si tengo que culpar a algo es al azar. Pero creo que es cobarde de mi parte lanzar mis blasfemias hacia algo tan etéreo como la simple aleatoriedad de eventos que concatenaron en la triste realidad: ella. Porque ella lo fue todo, fue lo mejor y fue lo peor que me pasó en la vida. Y puede ser, que culpe al azar de haberla conocido de todos mis males. Porque sin ella no estaría escribiendo esto ahora. La verdadera pregunta vendría a ser si realmente valió la pena todo el amor para su proporcional caída. Pero me estoy adelantando.

Era una tarde de marzo. Exactamente eran las tres y cuarto de la tarde del veintiséis de marzo. Ese fue el momento en que mi vida cambió para siempre. Tan sólo bastó con que se siente al lado mío en el banco de la Plaza Francia que le da la espalda al árbol ese gigante que si no me equivoco es un ombú. Tan solo bastó con que saque de la cartera un perfume que prefiero no describir para no quitarle lo sagrado y se aplique un poco en su cuello. Tan solo bastó con sacar del antedicho accesorio unos lentes de lectura muy bonitos que combinaban con su pelo lacio y morocho y con sus ojos marrones, profundos y electrizantes. Tan solo bastó con que saque el mismo libro que estaba leyendo yo. Tan solo bastó con una mirada cómplice y con una charla de veinte minutos acerca de Crimen y Castigo. Tan solo bastó con una hora y media de caminata entreverada por las tumbas y leyendas del Cementerio de la Recoleta. Tan solo bastó con agarrar Alvear. Tan solo bastó con divagar de bueyes perdidos a la vista de los palacios que adornar la zona más pituca de la ciudad. Tan solo bastó con una mirada enfrente a la Torre de los Ingleses. Tan solo bastó con apoyarnos en una farola. Tan solo bastó con una probadita de tus labios. En realidad, vuelvo atrás, tan solo bastó con verte por primera vez para enamorarme perdidamente de ella

Uno puede hablar con mucha gente y sobre muchas cosas. Uno habla sobre el clima, sobre el partido de Boca, de la formación de Banfield el domingo o del Bailando. Uno habla con la vieja del cuarto en el ascensor, con el seguridad de la facultad, con cualquier persona que se le cruce. Sin embargo, una buena conversación necesita de dos. Para conversar se necesita del otro. Se necesita un intercambio fluid. No es necesario tener la retórica de Sócrates, o hablar de asuntos eruditos y esnob. Tan solo se necesita sinceridad, apertura y empatía. Y eso fue lo que sentí conversando con ella. Cada paso era un tema, cada tema era un desafío y cada desafío era una flecha más en mi culo proveniente de Cupido. Y sí, tal vez fue que por eso me enamoré de ella. Me enamoré de la manera que nos conocimos. Es decir, cumplía las fantasías básicas de un intelectual de clase media que asiste a la universidad a estudiar Derecho aunque su pasión son las Letras. Una chica que se sienta en el mismo banco que yo. Una chica muy bonita. Y saca el mismo libro. Me pide fuego. Le digo que no tengo y ella me responde que ella no tiene cigarrillos ni fuma. Que tan solo quería hablar. Que tan solo quería conocerme. Es verdad que soy un tipo bastante tímido. Imagínense, no tuve que hacer nada y ya estaba conversando con la chica bonita. Ni en mis sueños más optimistas ni en las películas de Woody Allen que me gusta mirar. Es que así, sin más, de una tarde para la otra: estaba enamoradísimo.

Y acá es donde entra el famoso azar. Yo salí de la Facultad de Derecho a eso de las dos de la tarde. Había tenido una clase teórica de Derecho Comercial I y estaba muy cansado. Un poco porque había dormido muy poco la noche anterior y otro poco porque estaba en primer año de la carrera tan solo por inercia. Porque había hecho el CBC y tampoco que tenía ganas de perder tiempo (y futuro dinero) al estudiar Letras. Para ser fáctico, el mundo para un abogado es mucho más fácil y el dios Dinero me engatusó. Un poco por ese tedio y odio a mí mismo es que salí disparado por la calle Pueyrredón. Era temprano para ir a mi casa en el barrio de Olivos. Hoy no me acuerdo por qué, seguro era una excusa boluda. Es por eso que agarré Pueyrredón para el lado de la Avenida Santa Fe y me dediqué a caminar lentamente, con un paso vencido, dejándome llevar por la calurosa tarde otoñal.

La idea original era tomarme el 152 en la avenida Santa Fe y llegar por lo menos a eso de las tres y media a mi casa. Ya eran las tres menos cuarto cuando al cruzar la Avenida Las Heras se me ocurrió la idea que me iba a cambiar la vida. Me faltaban cien páginas para terminar Crimen y Castigo y a esa hora no habría asiento en el colectivo y pospondría su lectura para otro momento. Y es por eso que cambié el paso y me dirigí hacia la calle Uriburu para terminar en la Plaza Francia. Eran las tres en punto. En mi cabeza el cálculo era más o menos el siguiente: dos páginas por minuto, un poco más, un poco menos, a las cuatro menos cuarto ya estaría emprendiendo la vuelta hacia mi casa. No estaba mal. Tiempo me sobraba. El sol molestaba y elegí ese banco gracias a la sombra del viejo árbol. Qué curioso, ¿no? Si cada una de estas concatenaciones no se daban, nunca la hubiese conocido y mi vida hubiese sido a priori distinta. No sé si mejor, no sé si peor. Pero por lo menos distinta.

Bárbaro. Ya tenemos un principio. Es un poco cursi pero juro que fue así. Es una de esas cosas que te salen una sola vez en la vida. Dos a lo sumo. Tres si tenes mucha suerte. El chico que le va mal con las mujeres conoce a una chica con sus mismos gustos, se hablan en un espacio público de interés común. Conversan, no hablan. Se  besan. Se pasan los números. Se llaman. Se ven dos o tres veces. Se besan, hacen el amor. Se entienden, son felices. Él le propone ser algo un poco más serio. Ella acepta. Se besan y vuelven a hacer el amor. Son felices pero de golpe una noche de noviembre todo cambia para siempre.

Hacía calor. ¿Realmente es ese el detalle que quiero contar primero de la noche que cambió todo? Es que, en realidad, nada tendría que haber cambiado. Empiezo a dudar si seguir contando esta historia. Ustedes se irían felices sabiendo que le chico es feliz con la chica y viceversa. Ríen, se besan, tienen sexo y siguen conversando. ¿Qué más? Sin embargo, como escritor tengo la cruda tarea de contar la historia completa. Es verdad que algunas cosas estarían mejor con un final feliz. Sin embargo, muchas otras son mejores con el triste desenlace de que la vida es pasajera y todo puede cambiar de un momento para el otro.

Como decía, hacía calor. Era el siete de noviembre a las tres y veinticinco de la mañana. Esa noche habíamos ido al teatro a ver una obra comiquísima. Reímos, nos agarramos de la mano, seguimos riendo, comimos en Guerrin, tomamos cerveza, nos seguimos riendo. Y lloramos, lloramos mucho. Pero eso fue después de la noticia. Antes fue todo risas, besos y caricias. Sus padres no estaban en su casa y fuimos para allá. Abrimos dos cervezas y nos pusimos a conversar. De cualquier cosa, desde Hegel hasta el pelo rosado de su amiga Verónica que no le quedaba muy bien que digamos. Las cervezas se siguieron abriendo y las risas se transformaron en carcajadas.

Pero todo cambió. Así como si nada. Ella se acomodó en el sillón, me agarró las manos, y me miró a los ojos. Las lágrimas rodaban por su mejilla, y su maquillaje comenzaba a correrse. Lógicamente me preocupé y le pregunté qué le pasaba. Me miró y me confesó la cruel noticia. Se iba. Sí, así como oyen. El ocho de noviembre a las tres de la tarde ella se tomaba el vuelo de KLM hacia el aeropuerto de Schipol de Ámsterdam donde haría escala para luego llegar a la gran ciudad de las luces: París. Iluso de mí le pregunté acerca de su fecha de retorno. La beca es por seis meses, pero quizá me quedo un tiempo más. Y hay diferentes tonos para decir eso, y el de ella era exactamente el de no pienso volver ni por putas.

La besé y me fui. Recién lloré a las cuatro cuadras. Pero más que un llanto de tristeza era un llanto de odio. Un odio irremediable hacia mí mismo. ¿Cómo podía ser tan egoísta? Era su sueño. En tercer año de Historia del Arte poder viajar a París con una beca en museología. París. Creo que no hay ciudad que vaya más con ella. París, que feliz que sería ella en París. Qué feliz que será ella en París. Sin embargo, esa felicidad viene sin combo. Esa felicidad a mí me tenía como un extra a pagar que todos sabemos que no va a ser elegido. Esa felicidad de ella no me incluía en sus planes. París era renunciar a mí. Blasfemé. Puteé al cielo, y a las estrellas. No creía en ningún Dios pero de todas formas lo puteé. ¿Por qué ahora? ¿Por qué la felicidad es tan injusta y se va en los momentos de mayor jolgorio?

Y todo esto nos lleva a una noche de junio. Ella obviamente no volvió de París. Al principio intentamos la relación a distancia pero enseguida ella se enamoró de Pierre. Un simpático francés que estudia filosofía en la Sorbona que la invitó a un café luego de verla leer el libro de Justein Gaarden que le regalé en el aeropuerto como despedida. Y yo acá todavía no había podido renunciar a ella. Era la continuidad para no aceptar mi derrota. Saber que es feliz me dejaba un poco más tranquilo pero París no es Buenos Aires y Pierre LeBleu no es Damián Otero del barrio de Olivos, estudiante de Letras haciendo el CBC después de dejar Derecho mandando bien a la mierda a todos los mandatos familiares y sociales.

La otra noche hizo frío. Mucho frío, casi tanto como en mi corazón. Había ido con un amigo a Plaza Serrano a disfrutar unas cervezas. A decir verdad estos meses sin ella se hicieron muy difíciles. El amor no es algo que quería volver a experimentar. La fantasía de que ella vuelva de improviso a tocarme el timbre y partirme la boca de un beso se repetía en muchos de mis sueños. Tinder no era para mí, ni hablar de conocer a nuevas personas. Sin embargo, la vida es difícil, es una hija de puta pero sorprende muy bien. Y vaya que vale la pena estar vivo.

La vi y recuperé el calor. Estaba en la barra de un bar sola. Pelo rubio largo y lacio. Se notaba que no era su color natural pero eso le agregaba un poco más de belleza a su cara. Pidió un gin tonic y se sentó a esperar a alguien. Yo estaba en una mesa a unos metros de distancia. El cuerpo de mi amigo me daba un poco de refugio como para no mirarla tanto. En el fondo de mi corazón, el Diablo me decía que espere por ella que desde París algún día volverá. Sin embargo esperé y ordené otra cerveza para mí y para mi amigo. Vi que nadie llegaba y la rubia se impacientaba y le pedía al barman otro gin tonic.

Ninguna chica no interesante pide un gin tonic. Me acerqué y le sonreí. Tan solo bastó con oler su perfume, tan solo bastó con arrancar a charlar y luego a conversar. Tan solo bastó con que se pasen las horas, y que salga el sol y que pida un taxi hacia tu casa. Tan solo bastó con ser parecida a ella para olvidarla. Tan solo bastó con que seas lo suficientemente distinta como para que me vuelva a enamorar.

Ignacio Leiva, 22 de junio de 2018, Villa Martelli

domingo, 3 de junio de 2018

La pelotudez incurable de López


No sé por qué me estoy poniendo a escribir a estas horas de la madrugada. Puede ser que mañana a la mañana yo mismo me diga que soy un pelotudo sin cura y tire esto a la basura. O también está dentro de las posibilidades no saber que soy un imbécil a pedal y terminar de entregar esto a un editor y que ese alguien sea el que me diga la verdad franca y dolorosa: Sí, López sos un recontra re mil pelotudo. Pero igual sigo, quizá sea por mis aires de idealista, de falso pensador bohemio criado en la metrópoli o muy seguro que sea por mi inevitable zoncera. Otro sinónimo de pelotudo en tan pocas líneas, ¿ven lo que les digo? Pero bueno, hoja aparte que ese no es el punto.

Más allá de lo que diga el editor, el lector o la mar en coche, tengo la necesidad indómita de agarrar la notebook y llenar el blanco papel virtual (sí, hasta en eso soy un tarambana que no escribe en papel) con una serie de oraciones con cierta coherencia y cohesión para terminar de explayar mis ideas más inconscientes. No puedo explicar con palabras ciertas lo que es esta necesidad en mí ni en cómo se manifiesta. Pero podemos concluir que es una fuerte presión en el pecho que duele y que la única cura que le encuentro es darle rienda suelta a la mano y escribir.

No me culpe señor editor (o señor lector si es que pasa el imposible filtro del antedicho) pero volví a ver eso que tanto me hace mal. Para ser justos, volví a ver dos cosas que me hacen pensar en muchas cosas. Por favor, déjeme introducirlo a lo que va a leer. Son dos historias que no tienen nada que ver entre sí salvo el increíble parecido que tienen entre ellas.

Si usted me pregunta cuál es el día más feliz de mi vida seguro esperaría otra respuesta. El nacimiento de un hermano, terminar la secundaria, algún viaje o alguna cosa personal. Sin embargo, debo contestar a ciegas que el momento más feliz de mi vida fue un nueve de julio del año dos mil catorce. Ya la fecha lleva dos improntas importantes, la primera es que un nueve de julio es un día ya nacido para ser importante: la independencia del país, la nevada en Buenos Aires del 2007, entre otras. Y la segunda que podría deducir es julio de 2014 es mes de mundial, el mundial de Brasil. Así que sí, soy un reverendo boludo, el día más feliz de mi vida se reduce a la imbecilidad de veintidós estúpidos millonarios (veintiuno más un extraterrestre) corriendo atrás de una pelota y del absurdo concepto de la patria.

El recuerdo de esa noche ilumina mis ojos. Sin embargo, en vez de relatar la salvada de Mascherano o los penales de Romero, quiero hablar de la secuencia que cada vez la recuerdo mejor y peor a la vez. Dos roles: un héroe y un villano. Pero esos roles son rotativos y subjetivos, para mí el héroe viste de celeste y blanco y el villano de verde, pero eso es una opinión personal, para alguien de Eindhoven, Río o Santiago la cosa es al revés. Pero la cosa es así y no importa mis divagaciones: el héroe es Maximiliano Rodríguez y el villano es Jasper Cillesen, un rubión holandés. Y en esta historia el héroe gana, patea cruzado su penal y gana. Gana a pesar de todo, a pesar de las críticas, a pesar de la vida, a pesar del a pesar.  Y reí, y festejé y sentí mi viveza.

Ahora toca volver a la miserable vida de Facundo López y dejar de pensar en aquella noche de San Pablo. Y para establecer mi punto déjenme introducirles la historia que sirve de comparación. Era de noche, como siempre que pasan cosas cruciales. Y llovía, como siempre que pasan cosas cruciales. Dadas las condiciones la conocí. Y gané, a pesar de todo, a pesar del mismísimo a pesar. Estaba en la barra de un bar con una Stella en la mano. Tomé valor como lo hizo Maxi en aquella noche de frío en la Arena Corinthians y le hablé. No me acuerdo de que gansada pero le hablé. Me hice presente, me sentí vivo. Y charla va y charla viene llegaba el momento del penal. El momento crucial de pedirle el teléfono y una cita en lo pronto. Y sirvió, fuerte y cruzado jugó Maxi. Lento y cariñoso jugué yo. Y ahí estaba, con una victoria mucho menos interesante que la de la Argentina en el mundial, pero una victoria al fin, una victoria de los desahuciados, de los que estábamos acostumbrados a perder.

El final fue igual para ambas. Una derrota clara, evidente, incontestable pero no merecida. Ella se fue con otro y yo quede solo, a las puertas de la gloria. Y Argentina lo mismo, perdió con ese maldito gol de Mario Gotze. Y será por eso y quizá porque estoy ebrio que decidí volver a ver ese penal de Maxi Rodríguez para luego ver el gol de Gotze y llorar. Y quizá sí, sea lo suficientemente pelotudo como para abrir el primer cajón de mi escritorio y sacar esa servilleta escrita de la primera cita con ella y tal vez (no, qué digo tal vez, seguro) soy tan idiota de también de abrir el otro cajón y esa maldita caja que dice grande NO ABRIR pero igual la abro para hacerme daño. Y ver el otro papel, el gol de Gotze de mi vida, ese triste recuerdo, ese maldito post it amarillo que reza “el tiempo fluye y las cosas se ponen en su lugar”. Esa maldita indecisión de una renuncia a medias, de una cabeza carcomida por la idea de que en algún momento será y que por algo no es. Y ese maldito sentimiento de ver que quizá uno estaba equivocado y que ser amigos es más que una buena idea y que todo esto fue una farsa. Puede ser, todo es relativo. Lo único de lo que estoy seguro es que mañana mi editor me dirá: López sos flor de idiota.

martes, 3 de abril de 2018

Una noche perfecta


La del vestido amarillo y el de traje caminan. La noche está sobre ellos. Una caminata innecesaria, casi incomoda. De esas que se dan por casualidad o por algo así. La verdad no me acuerdo por qué se da. Un auto que es buscado, un chiste malo referido a las ondas de la llave. Risas forzadas. Paso acelerado, paisaje bonito, noche, estrellas. De golpe, todo se vuelve confuso. El piano suena más fuerte. Una táctica. La llave en la mandíbula, ¿Funcionará? Mito urbano, pero como chamuyo está bueno.

El lenguaje corporal es espeso, el llegar a un sitio abrumador les pesa, se detienen, caminan más lento, ven, observan y sienten eso que esta pasando. El piano se vuelve más y más fuerte, ya no es simple fondo, es la música que toma protagonismo en la escena. La vista está hecha para dos, lástima que seamos vos y yo. ¿Por qué? Porque otros quizás admirarían ese cielo nocturno y las estrellas que salen de los edificios de Los Angeles. This could never be, you are not the type for me. Sin embargo, lo dice con un dejo de amor en la mirada, poniéndose la limitación al no ser antes de dejar que sea. Negar la chispa, a pesar de su existencia evidente. No solamente es ver para creer, a veces aun viendo se puede no creer.

La chica toma el control de la situación pero también niega todo. Pero ojo, el decir que acá no hay chispa es su deber, es su llamado. Negar el sentimiento de un paisaje bonito, el sentir que esto no es para uno, es para alguien de segunda categoría. O quizás, es para uno de primera y uno ya está en la B hace unos años.  La conclusión es perfecta: What a waste of a lovely night.

No sé por qué volví a recordar esta escena de La La Land. También es de noche pero no es Los Ángeles. Callao y Corrientes. Plena Capital Federal, vos y yo, de alguna manera caminando. Como en la escena, no sé qué hace que estemos caminando por Callao un sábado a eso de las once de la noche. Sin embargo, al llegar a la intersección con Corrientes nos miramos. Duró un segundo pero lo sentí como horas.

¿Cómo puede ser que estemos tan destinados a ser el uno para el otro pero a la vez esto sea imposible e incompatible? Esa fue la mirada, cómplice, picaresca, casi surrealista, como implorando perdón, perdón por no ser. Por lo menos de mi parte, desconozco las razones de la tuya, quizá solo fue un simple movimiento de cabezas, o probablemente no. Quizá es eso que les pasó a la de amarillo y al jazzero al llegar a esa vista: quedaron tan atónitos que pensaron que no estaban ahí pero no estaban solos y el otro es testigo también de esta realidad.

La avenida está frente a mis ojos, y por ende frente a los tuyos. Las luces de neón de los teatros me encandilan, la gente me perturba pero a la vez me hace sentir que estoy vivo. Salen de a borbotones de los locales y ríen jocosamente. Hay parejas, grupos de amigos y gente que no puedo descifrar su relación y estábamos vos y yo obviamente.

This could never be. Esa frase me retumba en la testa, me mata, me asesina, me clava como un puñal en la costilla derecha. No solo eso, me mea en la tumba y me perturba en el más allá (si es que existe uno). Porque mi sensación al recordar la frase es la misma que la de ese tipo de traje. No concuerda lo que siento con lo que digo. No es lo que quiero que sea. Esto sí puede ser, o peor, pudo haber sido pero no lo es. No estoy seguro si no lo será. Parte de mí tiene la fé ciega y enferma que algún día el milagro se hará pero otra muy sanamente se rindió pero se chocó con que no pudo cambiar muchas flores por una flor. Peor, lo timaron en el intercambio y se quedó sin el pan y sin la torta.

El Obelisco al fondo es testigo de esto. Mi relación con él es rara, por una parte lo odio. Un símbolo fálico que no tiene ningún sentido como símbolo de la Ciudad que más amo en el mundo, pero es por su condición de símbolo que termino amándolo. Y es verdad, qué bien queda ese pene minecrafteado en medio de esa avenida anchísima y reflejado por las luces de los autos y los carteles publicitarios de un Times Square porteño. Te miro, y con vos tengo la misma relación dual. Siento que fuiste lo mejor que me pasó en mi perra vida y a la vez veo como maldigo el día que te conocí. Pero eso último no lo siento de verdad, es solamente una pose para no caer en la tibia obsesión de amarte.

Se ve que se siente lo que estoy describiendo y pensando porque empezaste a tararear ese maldito piano de esa hermosa película. Y se ve que me descifraste en mis pensamientos porque me dieron muchísimas ganas de bailar. Y de mirarte a los ojos, aunque me congelen cual Medusa. Pero primero de bailar, aunque no sepa dar ni dos movimientos coordinados, pero al lado tuyo seré Piquin. Creo que diría lo mismo que Ryan. Creo que sí, creo que negaría que esto es perfectamente hecho a mano para nosotros dos, creo que lloraría mientras lo interpreto porque primero se me caería la cara de mentirte a la cara y segundo porque estaría cantando en plena Avenida Corrientes y yo no canto ni en la ducha.

La gente probablemente nos haría de extras, probablemente baile con nosotros como en aquella comedia de Justin Timberlake y la hermosísima Mila Kunis. Saldrían del teatro y se quedarían ahí atrás de nosotros porque somos las estrellas. Te miraría de vuelta, es la hora de hablar, pero no hablaría, solo te daría un beso. Uno solo. Un beso corto, de renuncia, de despedida. De this could never be, un beso de esos. Fríos, a sabiendas que se viene la cachetada, a sabiendas que cagaste toda la historia previa y que mandaste a cagar todo lo bien (y lo mal) que hiciste las cosas por estos meses, años, o lo que sea. Me daría vuelta por la Avenida Corrientes, pararía un taxi y me iría para siempre de tu vida. Si tengo suerte, volverás mañana y nos encontraremos de alguna manera como la Maga y Oliveira en la rive droit en el capítulo 6 de Rayuela.

Pero de golpe, vuelvo a la realidad, me colgué mirándote y vos estás casi extrañada. Sabés que a mí me agarran esos dotes de filosofo medio raro. Vos sabes que hago cada mes que otros no saben, y me quedo así, perplejo. Miento rápido, digo que pienso en cualquier otra cosa menos la verdad: en vos. Y así es como siento el sonidito maldito de Personal y la llamada de aquel que no permite que esto sea. What a waste of a lovely night, what a waste of a lovely love story.

Ignacio Leiva, 3 de abril de 2018, Subte D.

martes, 27 de marzo de 2018

La verdadera historia de Jesús y Judas


El ser humano en su búsqueda de la síntesis ha olvidado muchas partes de la historia. Ésta al ser escrita por los vencedores también pierde una parte humana y se vuelve casi mitificadora. Nadie te dice que San Martín cagaba, que Napoleón daba vueltas en la cama o que tenían sentimientos profundos Mahoma, Abraham o Tutankamón. Sin embargo, una señora muy muy anciana que vive en un kibutz de Israel jura ser descendiente de Jesús y que el Viernes Santo y toda esa parafernalia no es como nos la cuenta la Biblia, Dios o el mismísimo Mel Gibson.

Jerusalén. Año 33 más o menos. El suelo de arena, un calor de cagarse, una noche de esas tipo la Costa para bucito después. Irresistible para los mocos. Ojo, la historia nunca contó la verdad de ese jueves. Pero de todos modos, esta viejita cuenta segurisima según cuenta un libro de su familia escrito en arameo que esa noche hizo un fresquete manolete y que el viento llevaba la arena hacia los ojos de la gente. En una casa ahí en el pueblo, había una fiesta. Pan y vino para toda la muchachada.

El anfitrión, un tal Jesús. Un pueblerino carpintero socialista con pretensiones de grandeza y fama. Este tipo revolucionó el pueblo hacía unos días cuando entró montado en un burro y la gente le tiraba un par de ramos de olivo. Luego, mandó a callar a un par de curas y se calentaron las cosas con los romanos. Una especie de Justin Bieber que viene al país, se agarra a trompadas en un boliche palermitano, patea la bandera y se arma la podrida.

Este Jesús no andaba solo, tenía doce discipulos que eran sus amigos, sus sirvientes y sus estudiantes. Pero más importante que ellos: tenía un amor. La Biblia y la Historia hacen que nos olvidemos que este personaje de existencia supuestamente comprobada era efectivamente un ser humano y como tal tenía necesidades básicas como uno. Sí, señor Opus Dei, Jesús cagaba, meaba, cogía, y comía con la boca abierta.

La viejita desconoce cómo se conocieron Jesús y esta mina cuyo nombre no trascendió. Algunos dicen que estaba medio enganchado con María Magdalena, puede ser ojo, pero no se la quería jugar por una prostituta. Mucho peor para la blasfemia pública, Jesús se estaba encamando con la novia de Judas.

Tuzzio-Ameli, Icardi-Maxi Lopez, Tinelli-Sebastián Ortega. Son algunos casos conocidos de esta alta traición. Jesús no solo tenía una relación fisica con esta muchacha, no, era una relación metafisica, algo mucho más allá. Era amor. Sin embargo, en esa época el divorcio o mandar a cagar a tu novio no estaba muy bien visto, entonces, Jesús amaba a escondidas a la muchacha y la muchacha le correspondía.

Cuentan las malas lenguas que el jueves aquel de calor por la mañana y fresco por la noche, se dice que ese día Judas los encontró en acto y entregó a Jesús. Otros dicen que Jesús mismo sabía que Judas sabía y que lo iba a traicionar. Aquel via crucis el barbudo supo que iba a morir, pero no para salvar a la humanidad, ni para filantropía ni por nada más terrenal que por una mina. Judas fue un asesino pasional y Jesús admitió su amor y llevó hasta las últimas consecuencias este.

La viejita es un poco loca y tiene esquizofrenia, quizá olvidé decir eso. Sin embargo, nos regaló una linda historia para desmitificar cosas, para dejar de endiosar a seres humanos. Porque si Jesús existió, fue un ser humano tal como vos, como yo, o como cualquier otro.

Ignacio Leiva, 27 de marzo de 2018

domingo, 18 de marzo de 2018

Filosofía de la derrota


El cuadro es muy simple. El nombre de la obra ya nos adelanta basicamente lo que vamos a ver: un monje a la orilla del mar. El religioso está parado, mirando las aguas con un temple especial. Si comparamos, el fraile es tan solo un liliputiense comparado con el bravío de Poseidón. Un punto contra metros y metros, pequeño ante la inmensidad del Universo.

No sé cómo llegué a ver de nuevo el cuadro de Caspar David Friedrich. "Pero esta vez no tiene nada que ver con aquella vez. Nada. Mentiria si dijese que es indiferente al momento en el cual me pongo a pensar en él. Y a decir verdad, hay una frase revoloteando en mi cabeza como un mosquito a las tres y media de la mañana de una noche estival.

“Nada que perder”. Es una cita interesante, pero la noto un poco contradictoria. Es decir, ¿ya perder no es lo suficientemente humillante? Es verdad que hay derrotas que son obvias, previsibles pero no dejan de ser derrotas. No dejan de ser una herida para el orgullo. No quiero hablar de las implicancias positivas de una derrota como puede ser el aprendizaje, el fogueo o cualquiera de esas sanatas (que son reales pero no vienen al caso). Tampoco quiero ponerme pesimista y analizar la derrota desde un punto de vista pesimista y decir que es el fin del mundo ni nada de eso porque también sería mentir. Siempre hay una revancha, siempre hay una capacidad de reinventarse, levantarse o caer un poquito más profundo.

Aclarado esto quiero ir al punto. Piensen en un instante. La vida es una conjunción de instantes y el momento previo condiciona positiva o negativamente al siguiente segundo. Es por eso que somos hijos del tiempo, de nuestras decisiones, somos daño colateral de otras personas y también somos lo que elegimos ser. Cierto que hay condicionantes culturales, sociales, históricos, geográficos pero hoy quiero ser un poco más banal y credulo y convencerme que somos producto de nuestras elecciones.

La idea es pensar en un instante (retomo). En un instante particular. En ese periquete en donde sabés que vas a perder pero igual luchás para que eso no pase. Es una lucha desigual, una causa perdida pero no podemos convencernos de eso porque sino perdemos todo tipo de ganas de luchar. Es pensar en el momento justo en donde la derrota es irremontable pero a la vez no está finalizada.

Terminé de ver el cuadro de Friedrich y no sé por qué me apareció un cuadro de Goyá. “Los fusilamientos del 2 de mayo de 1808 de Madrid” es una obra magistral pero su significado es muy fuerte. Muestra un pilón de cuerpos ensangrentados, muertos yacientes debajo de los pies de un individuo de ropas blancas y manos levantadas frente al ejercito francés armado hasta los dientes. El final es obvio. Uno sabe que en cualquier momento la bala va a salir disparada y el cuerpo del revolucionario estará en ese pilón. Puede ser al segundo siguiente, al minuto siguiente, cuando tenga que ser pero será. La derrota es irremontable, sin embargo, el insurrecto debe estar pensando en una manera de escapar, pensando en algún milagro que haga que la bala salga disparada a cualquier lado, que la vida deje de tener sentido y así poder zafar. De fé vive el hombre. De causas perdidas vive la especie humana, porque ellas son las ilusiones que escapan al pragmatismo aburrido. El final es claro para todos, salvo para él: atado a una irrisoria estadistica de punto uno en un millón.

En las derrotas evidentes, en esos momentos ya cúlmines, es cuando verdaderamente no se tiene nada por perder. Cuando ya estás jugadisimo y sabés el final pero no lo querés admitir. Y gracias a Dios, o a lo que quieran agradecerle, que existen esos momentos. Porque son esos instantes de ver todo en ruinas donde yace la fé de querer salir de las malas, de ser le mismisimo ave fenix y resistir lo más que se pueda. La derrota vendrá en sus caballos y sus fusiles sonarán fuertes pero el alma partisana cantará Bella Ciao o resistirá hasta donde sea posible. Estuve pensando mucho en estos días acerca del sentido de esta absurda vida. Y creo que llegué a la conclusión que además de la aristotelica felicidad, lo unico que nos mantiene vivos es esa ilusión de en algun momento tener algo mejor. El progreso se debe a los insatisfechos pero también a aquel monje que vio el mar sobre él, a aquel revolucionario que se ató a la ilusión de sobrevivir aunque ya estaba más cerca del arpa que de la guitarra, el progreso se debe a todos los que no le temen a la derrota, a aquellos que no tienen nada que perder más que su honor y están dispuestos a arriesgarlo por sus intereses. La vida tiene sentido cuando tomamos el riesgo a quedar como unos pelotudos perdiendo, y a pesar de todo, en ese momento nos levantamos y salimos a pelear aunque sepamos que perdemos. Es más loable perder dignamente peleando hasta el último minuto que perder y conformarse con una derrota mezquina aferrado al puede ser peor. Y por último, el ser humano nunca pierde. Todas las batallas por h o por b las termina ganando. Salvo una, contra su propia muerte. Yo aconsejaría que en aquella pelea que sabemos que vamos a perder por lo menos disfrutemos el partido que es la vida y hagamos lo posible para que la derrota sea lo menos dura posible.

Ignacio Leiva, 18 de marzo de 2018, Belgrano.

lunes, 26 de febrero de 2018

El instante previo

Ha habido miles de momentos que cambiaron la Historia. Hombres, mujeres, animales y situaciones aleatorias que han cambiado el curso de la vida ha habido miles. Siglos, decadas, lustros, años, meses, semanas, días que han cambiado todo. Sin embargo, es dificil y egoista hablar de un momento personal. Y para peor, hablar de solo un momento, de un misero segundo.

En uno de mis cuentos favoritos (Me van a tener que disculpar) , Eduardo Sacheri suelta con su magnifica pluma una frase que tanto tiempo ha retumbado en mi mente. “Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas traiciones tan propias de nosotros, los mortales”.

Es por eso, porque la culpa la tiene el tiempo en transcurrir, quiero describir un momento perfecto. El exterior puede ser cualquiera, el que se les ocurra a ustedes. Propondría París, propondría Sevilla, Málaga o también podría proponer una terraza en Munro. La locación geográfica da igual, lo que importa es que sea de noche. Las estrellas deben brillar, la Luna debe estar en el punto más álgido. Las noches son perfectas para este tipo de situaciones, ellas nacieron para ser cruciales. La noche está hecha para las gestas heroícas, para las situaciones que mañana nos arrepentiremos, la noche está hecha para llorar, para reír, para sentir un poquito más de lo que sentimos en otro momento de la vida. Es por eso que este momento eterno, congelado del vil Cronos debe ser un momento nocturno o de algo similar (luces apagadas,lo que sea).

Ojo, tampoco tiene que estar todo oscuro. Es necesaria una sola luz, casi Caravaggiana o Rembrandtesca, una sola luz que ilumine estos dos cuerpos en la oscuridad. Spoiler alert: ya dije que tiene que haber dos cuerpos. Es indispensable que esta luz tenue solo ilumine las caras de nuestros personajes, que es lo que verdaderamente importa. También es importante la soledad. La soledad es mucho más que estar solo. La soledad también puede ser estar acompañado de alguien y tan absorto en esa persona como para olvidarse del resto de la coyuntura como también uno puede estar solo en la muchedumbre sin rumbo. Sin embargo, para esta historia necesitaremos del primer caso.

Como dije, todo yace en un momento. Una sola escena, un solo cuadro. Un solo microsegundo, ni más ni menos, ni más temprano ni más tarde: es ese momento perfecto. El anterior, no es lo suficiente, y el siguiente ya pasó. Esta escena es la de la calma que antecede al huracán. Tan solo imaginelo, París, Andalucía, Buenos Aires, una terraza o donde sea. Oscuridad, estrellas, una sola luz que ilumina la cara de dos amantes. La vida a veces es un cuadro, siempre envidié a los pintores por eso, porque nunca podré sintetizar tanto lo que significa un momento.

Muchas historias terminan con un beso, esta no. Esta trata del momento anterior. De esa mirada cómplice, de esa risa, de ese ya que estamos en el baile bailemos, de ese mañana me arrepentiré, o de ese mañana me agradeceré. Esta historia trata de esos ojos marrones fijados en esos labios escarlata. De esa imaginación pervertida sobre el sabor de los labios de ella, de esa vez que no sabemos que carajo estamos haciendo pero tan solo lo hacemos porque nos está guiando (gracias al cielo) el Dios del amor y sus impulsos. Esta historia incompleta trata del momento anterior a todo. Mano de él en la cintura de ella, ella rodeando el cuello con sus brazos, la pared sirve como tope, sus tetas contra su pecho, su cuello inclinado para abajo para quedar a su altura, quizá una mano baja más tarde pero no sabremos porque este cuento es una foto. Las bocas están tan solo a centímetros, no se tocan pero se sienten. La respiración va en aumento, el calor sube, la luz tenue en el medio de la oscuridad sigue focalizando en sus caras. La Torre Eiffel, las Setas, la Malagueta o la cancha de Colegiales poco saben de esto. ¿Quién dará el primer paso? No importa porque ya se sabe que se dará. A pesar del misterio ya se sabe el final. Ya se sabe el destino de esas bocas, que es la boca del otro. El tiempo transcurrirá, las ciudades cambiarán, la gente decidirá (mal o bien pero lo hará) y culparán al puto Cronos por manchar ese momento inmaculado en donde todo era potencia pero todo era acto. En ese momento en donde todo era una certeza con incentidumbre, en donde la pasión bloquearía todo razocinio, en donde Descartes se rendiría para siempre. Sin embargo, todos los días, en todas las ciudades del mundo, me atrevo a decir que en todos los minutos hay una pareja de cuerpos a punto de fusionarse en uno, siendo todo potencia, todo acto, desafiando al tiempo que no va a transcurrir aunque este lo hará y formará más momentos mágicos y borrará más. Porque esa es la vida, la vida no es un momento, la vida es un conjunto.}


Ignacio Leiva, una madrugada de insomnio en Villa Martelli (25/2/2018)

viernes, 23 de febrero de 2018

Un cortado chico y tres de manteca


Si hay algo que me gusta más que su mordida de labio, incluso más que esta ciudad, es sentarme en un café y pedirme un cortado y tres de manteca. He probado miles de cafés en Buenos Aires pero en ninguno me siento tan feliz como en aquel que está en la calle Perón esquina Suipacha. Mi felicidad puede ser que sea algo completamente irracional porque el cortado de ahí es de medio pelo y ni hablar de las medialunas de manteca que suelen estar un poquito frías llegando a las cuatro de la tarde cuando por fin me libero del laburo y tengo un tiempo muerto antes de entrar a la facultad de Derecho en Pueyrredón y Alcorta.

Más irracional puede ser mi felicidad en ese café mediocre si te digo que los mozos no te atienden del todo bien y ni sueñes con que haya Wi-Fi. Sin embargo, la rutina termina por ceder ante algún vano intento de cambiar de café. Siempre termino volviendo y ordenando lo mismo: un cortado chico y tres de manteca. No tengo nada en contra de los vigilantes, de un tostado, del cappuccino, de una Coca o de cualquier otra cosa de la carta. Pero igual, de todos modos, siempre pido lo mismo porque es lo seguro, lo que sé que no me va a fallar. Tampoco es que el lugar este en cuestión sea barato. Sus precios no son desorbitantes como algunos cafés clásicos de la Recoleta pero tampoco son tan accesibles como los cafés de barrio. Tampoco es un lugar muy concurrido, a pesar de estar a tan pocos metros de un juzgado y del Obelisco y de todo el quilombo del Microcentro, este lugar es intimo pero no lo suficiente como para sentirse en casa.

Pero hay una razón por la cual me siento todos los días, de lunes a viernes, a las cuatro de la tarde al café de la calle Perón. Ella. Intento pensar en las palabras que voy a utilizar para describirla a ella, pero no puedo. Me es imposible ser objetivo cuando hablo de ella. Muchos dirán que es una más, ni siquiera es linda y de inteligente es solo una pose. Sin embargo, para mí ella fue, es y será el amor de mi vida. Y ella será la más bella que haya pisado este inmundo planeta y su intelecto es superior a todos aquellos genios que nos enseñaron en el colegio, en la facultad o en la lleca. Ella es ella y es el único adjetivo que está a su altura.

Sé que estoy loco y que no puedo ser así con alguien, que no es sano y blá blá blá. Pero no puedo, estoy imposibilitado de no amarla. Una vez estuvimos juntos, hace dos años. Duramos cinco meses, cinco meses que fueron mucho, demasiados y a la vez tan pocos que me dejaron con ganas de más. Acá sí voy a ser objetivo: la cosa no funcionaba. Eso es verdad, no obstante no pude superarla desde aquel día en este maldito café en el que ambos frecuentábamos hace dos años en el que me dejó y se fue caminando a paso acelerado por Suipacha haciendo ruido con sus tacones.

Ella nunca volvió a este bar, jamás y su mesa (la tercera para la derecha desde la entrada) fue ocupada por mucha gente desde ese entonces y yo, enfermo, me dediqué a sentarme en esta mesa pegada a la ventana de la cual veo la entrada por si alguna vez entra y me pide perdón y todo sigue como estaba. Ojo, no estaba acosándola ni nada, yo elegía el bar de la calle Perón porque ya era habitué, porque me gusta el cortado y las tres de manteca y porque seguía laburando cerca en Mitre y Esmeralda. Pero no puedo mentirles a ustedes, cada día esperaba con la frialdad de un relojero suizo pero con la fe ciega de una monja su entrada triunfal y bella por la puerta que daba a la esquina.

El milagro sucedió ayer. Peor antes quería aclarar una cosa. La relación entre ella y yo estaba basada en una cosa: el amor por el arte. Nos conocimos en este bar. Yo tenía abierto un libro de Van Gogh que explicaba sus pinturas, ella se acercó y me empezó a hablar del holandés. Analizamos a Rembrandt, a Constable y a Degas esa tarde. Cuando se hizo de noche, mandé a la mierda la facultad y fuimos a su casa y lo hicimos pero antes habiendo hablado de varios autores. Lo que terminó cagando nuestra relación es que era puro arte pero poco en concreto. Ella no sabía nada de mí, yo nada de ella. Pero a la vez, sabíamos todo del otro porque el arte da a conocer eso. Ella sabía mi obsesión por el paso del tiempo, ya que estaba fascinado con Monet y Manet. Ella, radiante y seductora e inteligente admiraba a Caravaggio y la luz dentro de la oscuridad. Y ahí aprendí, que durante nuestra enfermiza relación, yo era su luz y ella era cambiante como la luz del día que tanto preocupaba a Edouard o a Claude. Y la relación cambiaba cada dos minutos dependiendo los estados de ánimo (la luz del día) de ella. Y cada vez que hacíamos el amor o que nos parábamos a ver un cuadro, que es básicamente lo mismo, nos hacíamos pelota. Pero no la puedo superar porque ella era lo mejor que me pasó en mi anodina vida y porque esa locura me atraía cada vez más.

Ayer entró, radiante como siempre, con su vestidito negro y una carterita roja. Se sentó en una mesa (en SU mesa) y se dedicó a ver la entrada. Yo me refugié en un diario Clarín y me tapé la cara. Tanto planeé este día pero en ese mísero momento me hice piedra. De vez en cuando espiaba y logré capturar el momento en el que él entró. Treinta años más o menos, jeans y chomba roja y un libro bajo el brazo. Se sentó en su mesa y entendí todo. Porque ví que hizo la seña del café y las tres de manteca, porque vi su ejemplar de Van Gogh abajo del brazo y porque vi su cara de sorpresa pero también esa maldita cara, en la que se mordía el labio inferior pintado de rojo y me miraba a mí con esos ojos verdes y esa cabellera rojiza justo antes de hacer el amor. Y entendí que ella tampoco me había superado a mí. Pero también fue necesario ese momento para entender, que las cosas cambian con la luz del día (la vida) y que la Catedral de Rouen puede ser también un telemarketer aburrido que pide tres de manteca y un cortado en un café malo de Perón y Suipacha. Entendí que fuiste demasiado, que no estaba bien y que pasó lo que tenía que pasar. Au revoir.

Ignacio Leiva, 23 de febrero de 2018

viernes, 16 de febrero de 2018

El bar de la calle Niceto


El catorce de febrero del dos mil cinco a las once y cincuenta y nueve de la noche estaba en un colectivo.  No tengo bien el recuerdo si era un sesenta y ocho o un ciento cincuenta y dos pero sí sé que estaba rumbo contrario a Puente Saavedra más o menos por la altura de la calle Malabia transitando la odiosa Avenida Santa Fe. Era una noche de calor, de esas de verano que con una bermuda y una remera estás bien. El ánimo que sea San Valentín se sentía por las calles porteñas: parejitas de aquí, parejitas de allá. No tengo presente el por qué estaba yendo rumbo al centro, yo vivía en Malaver y Sarmiento en Olivos y ese día era lunes. Pero el hecho fáctico es que no estaba de pareja y me dirigía hacia el otro lado de mi casa en un colectivo vacío.

De golpe, el reloj tornó a las cero cero y las parejas volvieron a la normalidad y tomaron fría distancia. Asustado por la reacción general decidí tocar el timbre y bajarme de ese bondi. Agarré Canning derechito para el lado contrario al Río. Cada paso mío retumbaba por la acera y se escuchaba a varios metros de distancia. Siempre fui un aficionado del caminar, es un ejercicio noble que logra tonificar los músculos, bajar de peso y al mismo tiempo mantener tranquilas a vivo fuego las dudas metafísicas del ser humano. Es un espacio de introspección perfecto, en el que tus pies danzan al ritmo de la soledad. Esta actividad, es mucho mejor hacerla de noche cuando no encontrás obstáculos como la multitud. Recuerdo patente cada caminata por la calle Florida a eso de las diez de la mañana con cierto estupor, sin embargo, mis caminatas por Malaver desde Libertador hasta Munro a las cuatro de la mañana las recuerdo con mucho cariño.

A la altura de la calle Córdoba, un poco antes, en la intersección con Niceto Vega veo un bar abierto. Era el único lugar con luces en esta ciudad que está repleta de las mismas. Buenos Aires me ama y yo la amo a ella. Otras malvadas como París, Nueva York o Montevideo quisieron robarme el corazón, sin embargo ellas (buenas amantes por cierto), no logran tener la conexión química que tuve con esta ciudad y que tendré por la eternidad. Mi sospecha es que la Ciudad de Buenos Aires es tan melancólica y nostálgica como yo, y mucho de ella me define. Puede ser la mejor ciudad del mundo y la peor con la misma facilidad. Su amor no es fácil de ganar, sin embargo, es muy fácil caer en sus garras. Tiene la mirada atenta de las mujeres bonitas, tiene también el alma de bucanero y de banquero. Esa mirada que las vivió todas y que te tiene en sus garras y a su merced. Me vuelve loco.

La cuestión es que no sé por qué me escondí tras un poste de la Av. Córdoba mirando el bar que descansaba a mitad de cuadra por la calle Niceto Vega. Extrañas melodías salían de ahí dentro y mucha gente entraba a borbotones. Sin embargo, no era gente común, no estaban vestidos como nosotros los mortales. No, estaban disfrazados. No llegué a distinguirlos bien pero llevaban excelsos disfraces con hermosas pinturas. Charlaban jocosamente y bebían cerveza, champagne y vino. De a poco, si querer queriendo, con algo de inercia, me fui acercando. El panorama era extraño ergo fascinante y excitante.

El cartel en la puerta rezaba en letra grande roja y azul “Concurso interbarrial de superhéroes 2005”. Extrañado, casi loco me puse hablar con un tipo en la entrada. Guillermo Kahnjka, nieto de inmigrantes albanos, representante del barrio de Barracas. Llevaba un mameluco de obrero, quizá reivindicando la identificación del barrio, con una máscara roja y blanca a rayas y el traje tenía suficiente polvo como para cubrir la Ciudad de Buenos Aires dos veces incluyendo el Conurbano. Kahnjka contaba a viva voz para su gran repertorio (yo solo) sus virtudes como el superhéroe preferido del barrio de Barracas. Su superpoder era raro, podía modificar el comportamiento de los usuarios del Tren Roca y hacer que quieran bajarse en la estación Yrigoyen. Él jura que solo lo practicó una vez con un tren que iba destino a La Plata. Sin embargo, yo, fiel usuario de ese tren para visitar a mis parientes de Gerli, nunca vi a nadie bajándose en Yrigoyen. Allá él.

La mediocridad de Kahnjka terminó por aburrirme. Excusé ganas de ir al baño y entré. Me acerqué tranquilo hacia la barra y pedí un whiscola. Rápidamente llegué a ver en el fondo como se armó una gresca importante.  Mano a mano estaban Gustavo Girotti, representante de Floresta, vestido completamente de blanco y Leandro Gutiérrez, representante del barrio de Mataderos con un traje verdinegro con el escudo de Chicago. El de la barra me dirigió la palabra quejándose de estos dos boludos que vienen vestidos de fútbol para calentar al otro, yo mucha bola no le di pero anoté los nombres.

El organizador se sentó a mi lado y me preguntó de dónde era y cuál era mi superpoder. Obviamente como no tenía disfraz pero tampoco tenía ganas que me peguen un voleo en el orto mentí. Supernormalidad del barrio de Villa Riachuelo. Bien podría haber dicho que era de Olivos pero no estaba seguro si era solo para capitalinos y Villa Riachuelo es el barrio menos habitado de la ciudad ergo las probabilidades eran mínimas. Por suerte la jugadas salió bien y Villa Riachuelo tuvo a su representante a pesar de que este nunca había pisado el barrio. Los gemelos Lugano fueron un grano en el culo, ellos vestidos de monoblock, decían poder saber los pensamientos de la otra persona. Les aseguro que decían puras boludeces, ya que estuvieron casi cuarenta y cinco minutos hablando conmigo y tres rondas de whiscola y no podían ni siquiera pensar que nunca había pisado el barrio de donde decía que provenía.

El representante de Liniers, otro inadaptado del fútbol, le hacía jodas a su colega de Caballito obligándolo a subir pisos en un ascensor aunque el otro decía ser hincha de San Lorenzo y que Ferro se podía quedar unos años más en la B sin problemas. La noche se estaba poniendo extraña y en eso logré ver a la Señorita Recoleta. Su superpoder era enamorar con la vista, llevaba un vestido azul, era petisa y el pelo enrulado de color azabache. La boca estaba pintada de rojo carmesí y los ojos marrones clavados en el infeliz de Kahnjka.

Pedí otro whiscola con algunos problemas de dicción y atendí perfectamente al espectáculo lamentable de Mrs Recoleta con Kahnjka. Envidia, temor y un poco de desprecio se juntaban en ese cóctel.  Sin embargo, usé mi superpoder, el ser normal. Que en este mundo (o en este bar que al efecto es lo mismo), la normalidad es lo diferente, lo atractivo y lo sensual. Digo normalidad en un espectro sociocultural actual, no obstante, detesto la palabra normalidad pero sí es verdad que un poco anodino era yo y mi patético superhéroe. Empleado de un juzgado de la calle Lavalle, pasaba el día entre pilones de expedientes pensando en ser otra persona y cuando tenía la chance de serlo me cago encima porque no me dan los huevos de trascender. Sin embargo, aquí, en el bar de la calle Niceto Vega, lo normal era lo raro y todos eran nadie. Esa noche gané el concurso por mi disfraz anodino, Villa Riachuelo se llevó un ganador sorpresivo, yo me llevé a la señorita representante del barrio de Saavedra que con sus pantalones murgueros y su estilo despreocupado hizo honor a su superpoder: hacer reír. Desconozco la vida del infeliz de Kahnjka, pero una vez en el año 2007 me tuve que bajar en la estación Yrigoyen por un desperfecto técnico. Mrs Recoleta me la encontré en el 2008 trabajando en un banco, lo curioso es que para ese entonces yo era su acompañante. Varios catorce de febrero entré al bar pero ya no es lo que era, en el 2008 dejé de frecuentarlo y en el 2010 quebró. Lo anodino volvió a ser anodino y lo raro volvió a ser raro. Sin embargo, puedo afirmar que sigo viendo como los superhéroes urbanos se disfrazan y se mezclan entre la gente para salvarnos día a día. Uno elige verlos o no.

martes, 13 de febrero de 2018

La Búsqueda

El reloj del celular marcaba las dos y media de la mañana de un martes pero  ¿Qué importaba el horario? Era verano, esa época en donde todos los jóvenes son libres de hacer lo que quieren con la absurda excusa de "ya fue, es verano". Todos se acuestan pasadas las tres y se levantan pasadas las doce del mediodía. El brillo del dispositivo móvil encandilaba a Rama, quien estaba en posición fetal en la cama hacía más o menos unas tres horas y no tenía planes de moverse ni para ir al baño. Abierta tenía una conversación de Whatsapp en la cual hablaba con una mujer que no conocía y que probablemente ni la fuese a conocer.

Rama no era un tipo feo ni mucho menos.  Cumplía los estándares de belleza masculina de la sociedad adolescente con bastante rigidez. Era morocho, rondaba el metro ochenta, ojos marrones tirando a verdes, iba religiosamente al gimnasio casi todos los días, tenía buena parla y era buen amigo. Rama sabía cómo ganar mujeres, era todo un Don Juan. Todas eran un objetivo y una probable presa, él era el león acechando para atacar en cualquier momento. Logró salir con muchísimas mujeres, conquistaba con fuertes golpes a la batería, con su lengua picante pero medida, sabía cada truco, sabía cómo conquistar. Pero hay algo que nunca pudo tener, nunca tuvo un amor. Mil mujeres y ninguna por la que él se juegue y cuando se la jugó realmente las cosas le salieron mal. La chica de la charla banal, aburrida y virtual era solo una de la veintena de símiles que tuvo en lo poco que iba del verano.

Mientras Rama estaba matando el aburrimiento en ese encuentro virtual, Victoria estaba en algún lugar de la Costa Atlántica. El vodka le hacía difícil distinguir si estaba en Mar del Plata, Gesell, Pinamar, Las Toninas, las islas Seychelles o Neptuno. Ella era una chica hermosa: morocha, ojos azules, pecas y un cuerpo de modelo.  Ella era una asesina a sueldo con su mirada, tanto intimidaba que algunos ni se le animaban a hablarle por miedo a un inminente fracaso rotundo. A sus dieciocho años tuvo varios novios que nunca amó, mucho sexo barato y frío, besos secos pero nunca tuvo un amor correspondido. Lo que ella buscaba en esa petaca, en esos labios fríos de un desconocido, en esas tristes sabanas de hotel de Pinamar era simplemente los labios de Rama, los labios de su mejor amigo en ella. 16 años de su vida lo tuvo a su lado. Compartió miles de experiencias pero nunca, jamás se atrevió a desnudar su corazón ante él y mostrarle aquel fuego interno que sentía.


Rama había ganado, muchas veces pero ninguna victoria se asemeja a celebrar un campeonato. Así se veía él. Ganó muchos partidos: algunos de ellos muy chivos, de visitante y con uno menos pero nunca pudo alzar la copa del amor. Tanta victoria insulsa y tal fracaso de sus objetivos hizo que él ya no tenga mucha fe. Él repetía, equivocadamente, que las minas solo lo querían hacer sufrir. Creía en el chamuyo como estilo de vida. Adquirió múltiples facetas pero, para bien de él, nunca olvidó su raíz, su personalidad original. Para él, la versión beta del amor era una resultante de distintas probabilidades. Era matemática, era marketing, era puntualidad, era una estrategia, no sea cosa de mandar a tus soldados en invierno a Rusia. Él creía que la conquista era pensada, no improvisada.

Victoria usaba a los hombres a su conveniencia. Ella sabía el poder de sus ojos y de sus curvas. Ella sabía que con solo chasquear los dedos cual propaganda de Paco Rabanne tenía a su merced lo que ella desee: y más en las fiestas. Alcohol, cigarros, un beso, una charla, un abrazo, compañía nocturna, todo lo podía lograr gracias a su manipulación. Ella sabía que era la manzana más codiciada del condado y decidió jugar un juego cruel: el juego del amor falso. Besaba sin sentido, solo inflaba su ego, solo buscaba que Rama caiga a sus pies.  Algún día él caería de la palmera y se enteraría que ella lo había estado esperando. Ella era la leona, no él. Ella era la que estaba acechando, no él. El cazador tenía que ser cazado y qué mejor que una cazadora experta y drogada de amor.  Nunca se había animado a nada. Sabía que la amistad se iba a ir toda al mismísimo diablo. No era un precio que ella quisiese pagar.

Ya habían pasado quince días más o menos de aquella noche costera para Victoria y de aquella charla virtual para Rama. Era 13 de febrero. Un día antes del día de los enamorados, se dice que existe el día anti-amor. Ese 13 recuerda a todos aquellos que quedaron fuera del sistema amoroso: sea por decisión propia o por una cuestión completamente injusta de la vida o de una búsqueda que no hallaba resultados. Aquellos que despotrican al amor, se mueren por sentirlo y es así como se reputaban Rama y Victoria.

Se dice que en la ciudad de Las Vegas en el estado de Nevada todo lo que pasa se queda allí. En el verano se dice que todo vale pero el verano no tiene la misma propiedad que tiene esa ciudad de apuestas, noche y cabarets. No señor, lo que pasa en el verano no queda en el verano. Cada acto tiene su consecuencia, no hay estación del año que ampare esa excusa. Los amigos de Rama y él decidieron ir a una fiesta por el 13 de febrero. El mismísimo Ramiro se había encargado de todo, organizó y se fijó quienes iban. Si, había presas. El cazador estaba de vuelta en su búsqueda.

Victoria no tenía ganas de salir y eso se debía principalmente a la confirmación de presencia de Rama. Ella no disfrutaba del espectáculo de Rama cazando gente que no era ella. No concebía que él no esté en su órbita. Tenía que tomar una decisión, se hartó, no podía amar más en silencio. Era esa noche. A todo o nada. Gane la casa o que salte la banca.

La fiesta era en la casa de Valentina, cuyos padres estaban en Cancún y debido a la excusa absurda del verano puso casa para más de cien invitados. Era un patio enorme, pileta, con un parlante sonando un reggaetón a todo volumen, comida y muchísimo alcohol.

Eran ya casi las tres de la mañana. Los tragos hacían que la gente se desinhiba. Muy pocos no estaban bajo los efectos traicioneros y malditos del escabio. Rama estaba bailando en el medio del jardín cuando Victoria fue corriendo hacia él. Ahí estaban, a un paso de distancia, ambos podían oler el perfume del otro, podían sentir la respiración y las corazonadas. El aire se cortaba con Gillette. Apenas se vieron, se saludaron y Victoria cerró sus ojos, se puso de puntas de pie y trató de besarlo, trató de averiguar si sabían cómo ella lo predecía o mejor.

No se lo vio venir. El zarpazo vino cuando ella estaba entregada a merced del destino, ya no había vuelta atrás. Y esta vez Victoria no lo logró, esta vez Victoria salió goleada, esta vez no alcanzaron los ojos, no alcanzaron las curvas, no alcanzó la insinuación. Rama estaba a medio metro a los besos apasionados con Valentina. Maldijo a todo el mundo, miró al cielo e irrumpió en llanto. Esquivo a los púberes que solo querían su boca, paró un taxi y en él se puso a escribir en sus notas.

“Lo que pasó hoy fue una demostración de amor, quizá la única verdadera que haya hecho en mi vida entera. He cometido millares de errores, he salido con  imberbes pero solo para olvidar que te amo a vos. Toda esta parafernalia es porque vos sos mi obsesión, sos vos con quien quiero estar. Así que si me querés también te espero en el banco de la plaza de Nuñez a las dos en punto”  Se secó las lágrimas, se lo envió a Rama y terminó de tramar su plan. Esto no quedaría así.

Rama llegó a su casa y apenas pudo leyó el mensaje. No recordaba haberla rechazado. Maldijo al fernet, maldijo a Valentina y a sí mismo. ¿Qué quería? ¿Y si de verdad le gustaba Victoria? Era un buen partido. Era una buena tipa, hermosa y quizá era la indicada pero ¿Y si no? ¿Otra vez sopa? Amaneció ahogado en sus propios pensamientos y en una resaca terrible. Era un dia crucial en su vida y hoy había que decretar un fallo. Victoria si o Victoria no. Como lo ha dicho The Clash: Should I stay o should I go?

El reloj en su muñeca marcaba las dos menos cuarto de la tarde. Cada minuto duraba lo que dura una eternidad. La plaza era a pocas cuadras, así que tenía mucho tiempo para decidir. Ir o quedarse, jugársela o renunciar. Tomó un sorbo grande de agua y abrió la puerta. Ya no había vuelta atrás. Ya que estaba en la cancha debía jugar el partido. Cada paso era lento. La decisión estaba tomada pero dudaba. Solo avanzaba por pura inercia. Quería volver pero caminaba porque su corazón: atrofiado de tan poco uso se había despertado. Él sabía que tenía que ir a esa puta plaza y darle un beso gigante a Victoria. Hoy era el principio, hoy era el primer día del resto de su vida

Llegó a la plaza de Ramallo y Cuba y la miró. El reloj marcaba las 14 horas en punto. Victoria debía estar en el banco del otro lado de los arbustos. Medio confundido pero convencido que esto era lo mejor caminaba hacia ese maldito banco. Es en ese momento que una bola de papel proveniente de los arbustos lo golpeó en la cabeza. La desdobló y observó que había una nota bien grande en labial rojo que profesaba:

“Querido, el tren solo pasa una sola vez en la vida. Tanto tiempo cazada, hoy me toca ser la cazadora. Game over. La búsqueda terminó. Soy yo pero no puedo. Sorry” Victoria

Incrédulo levantó el papel y vio a Victoria a los besos con otro



Ignacio Leiva, 13 de febrero de 2018 (edición de un cuento de diciembre de 2016)