lunes, 26 de febrero de 2018

El instante previo

Ha habido miles de momentos que cambiaron la Historia. Hombres, mujeres, animales y situaciones aleatorias que han cambiado el curso de la vida ha habido miles. Siglos, decadas, lustros, años, meses, semanas, días que han cambiado todo. Sin embargo, es dificil y egoista hablar de un momento personal. Y para peor, hablar de solo un momento, de un misero segundo.

En uno de mis cuentos favoritos (Me van a tener que disculpar) , Eduardo Sacheri suelta con su magnifica pluma una frase que tanto tiempo ha retumbado en mi mente. “Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas traiciones tan propias de nosotros, los mortales”.

Es por eso, porque la culpa la tiene el tiempo en transcurrir, quiero describir un momento perfecto. El exterior puede ser cualquiera, el que se les ocurra a ustedes. Propondría París, propondría Sevilla, Málaga o también podría proponer una terraza en Munro. La locación geográfica da igual, lo que importa es que sea de noche. Las estrellas deben brillar, la Luna debe estar en el punto más álgido. Las noches son perfectas para este tipo de situaciones, ellas nacieron para ser cruciales. La noche está hecha para las gestas heroícas, para las situaciones que mañana nos arrepentiremos, la noche está hecha para llorar, para reír, para sentir un poquito más de lo que sentimos en otro momento de la vida. Es por eso que este momento eterno, congelado del vil Cronos debe ser un momento nocturno o de algo similar (luces apagadas,lo que sea).

Ojo, tampoco tiene que estar todo oscuro. Es necesaria una sola luz, casi Caravaggiana o Rembrandtesca, una sola luz que ilumine estos dos cuerpos en la oscuridad. Spoiler alert: ya dije que tiene que haber dos cuerpos. Es indispensable que esta luz tenue solo ilumine las caras de nuestros personajes, que es lo que verdaderamente importa. También es importante la soledad. La soledad es mucho más que estar solo. La soledad también puede ser estar acompañado de alguien y tan absorto en esa persona como para olvidarse del resto de la coyuntura como también uno puede estar solo en la muchedumbre sin rumbo. Sin embargo, para esta historia necesitaremos del primer caso.

Como dije, todo yace en un momento. Una sola escena, un solo cuadro. Un solo microsegundo, ni más ni menos, ni más temprano ni más tarde: es ese momento perfecto. El anterior, no es lo suficiente, y el siguiente ya pasó. Esta escena es la de la calma que antecede al huracán. Tan solo imaginelo, París, Andalucía, Buenos Aires, una terraza o donde sea. Oscuridad, estrellas, una sola luz que ilumina la cara de dos amantes. La vida a veces es un cuadro, siempre envidié a los pintores por eso, porque nunca podré sintetizar tanto lo que significa un momento.

Muchas historias terminan con un beso, esta no. Esta trata del momento anterior. De esa mirada cómplice, de esa risa, de ese ya que estamos en el baile bailemos, de ese mañana me arrepentiré, o de ese mañana me agradeceré. Esta historia trata de esos ojos marrones fijados en esos labios escarlata. De esa imaginación pervertida sobre el sabor de los labios de ella, de esa vez que no sabemos que carajo estamos haciendo pero tan solo lo hacemos porque nos está guiando (gracias al cielo) el Dios del amor y sus impulsos. Esta historia incompleta trata del momento anterior a todo. Mano de él en la cintura de ella, ella rodeando el cuello con sus brazos, la pared sirve como tope, sus tetas contra su pecho, su cuello inclinado para abajo para quedar a su altura, quizá una mano baja más tarde pero no sabremos porque este cuento es una foto. Las bocas están tan solo a centímetros, no se tocan pero se sienten. La respiración va en aumento, el calor sube, la luz tenue en el medio de la oscuridad sigue focalizando en sus caras. La Torre Eiffel, las Setas, la Malagueta o la cancha de Colegiales poco saben de esto. ¿Quién dará el primer paso? No importa porque ya se sabe que se dará. A pesar del misterio ya se sabe el final. Ya se sabe el destino de esas bocas, que es la boca del otro. El tiempo transcurrirá, las ciudades cambiarán, la gente decidirá (mal o bien pero lo hará) y culparán al puto Cronos por manchar ese momento inmaculado en donde todo era potencia pero todo era acto. En ese momento en donde todo era una certeza con incentidumbre, en donde la pasión bloquearía todo razocinio, en donde Descartes se rendiría para siempre. Sin embargo, todos los días, en todas las ciudades del mundo, me atrevo a decir que en todos los minutos hay una pareja de cuerpos a punto de fusionarse en uno, siendo todo potencia, todo acto, desafiando al tiempo que no va a transcurrir aunque este lo hará y formará más momentos mágicos y borrará más. Porque esa es la vida, la vida no es un momento, la vida es un conjunto.}


Ignacio Leiva, una madrugada de insomnio en Villa Martelli (25/2/2018)

viernes, 23 de febrero de 2018

Un cortado chico y tres de manteca


Si hay algo que me gusta más que su mordida de labio, incluso más que esta ciudad, es sentarme en un café y pedirme un cortado y tres de manteca. He probado miles de cafés en Buenos Aires pero en ninguno me siento tan feliz como en aquel que está en la calle Perón esquina Suipacha. Mi felicidad puede ser que sea algo completamente irracional porque el cortado de ahí es de medio pelo y ni hablar de las medialunas de manteca que suelen estar un poquito frías llegando a las cuatro de la tarde cuando por fin me libero del laburo y tengo un tiempo muerto antes de entrar a la facultad de Derecho en Pueyrredón y Alcorta.

Más irracional puede ser mi felicidad en ese café mediocre si te digo que los mozos no te atienden del todo bien y ni sueñes con que haya Wi-Fi. Sin embargo, la rutina termina por ceder ante algún vano intento de cambiar de café. Siempre termino volviendo y ordenando lo mismo: un cortado chico y tres de manteca. No tengo nada en contra de los vigilantes, de un tostado, del cappuccino, de una Coca o de cualquier otra cosa de la carta. Pero igual, de todos modos, siempre pido lo mismo porque es lo seguro, lo que sé que no me va a fallar. Tampoco es que el lugar este en cuestión sea barato. Sus precios no son desorbitantes como algunos cafés clásicos de la Recoleta pero tampoco son tan accesibles como los cafés de barrio. Tampoco es un lugar muy concurrido, a pesar de estar a tan pocos metros de un juzgado y del Obelisco y de todo el quilombo del Microcentro, este lugar es intimo pero no lo suficiente como para sentirse en casa.

Pero hay una razón por la cual me siento todos los días, de lunes a viernes, a las cuatro de la tarde al café de la calle Perón. Ella. Intento pensar en las palabras que voy a utilizar para describirla a ella, pero no puedo. Me es imposible ser objetivo cuando hablo de ella. Muchos dirán que es una más, ni siquiera es linda y de inteligente es solo una pose. Sin embargo, para mí ella fue, es y será el amor de mi vida. Y ella será la más bella que haya pisado este inmundo planeta y su intelecto es superior a todos aquellos genios que nos enseñaron en el colegio, en la facultad o en la lleca. Ella es ella y es el único adjetivo que está a su altura.

Sé que estoy loco y que no puedo ser así con alguien, que no es sano y blá blá blá. Pero no puedo, estoy imposibilitado de no amarla. Una vez estuvimos juntos, hace dos años. Duramos cinco meses, cinco meses que fueron mucho, demasiados y a la vez tan pocos que me dejaron con ganas de más. Acá sí voy a ser objetivo: la cosa no funcionaba. Eso es verdad, no obstante no pude superarla desde aquel día en este maldito café en el que ambos frecuentábamos hace dos años en el que me dejó y se fue caminando a paso acelerado por Suipacha haciendo ruido con sus tacones.

Ella nunca volvió a este bar, jamás y su mesa (la tercera para la derecha desde la entrada) fue ocupada por mucha gente desde ese entonces y yo, enfermo, me dediqué a sentarme en esta mesa pegada a la ventana de la cual veo la entrada por si alguna vez entra y me pide perdón y todo sigue como estaba. Ojo, no estaba acosándola ni nada, yo elegía el bar de la calle Perón porque ya era habitué, porque me gusta el cortado y las tres de manteca y porque seguía laburando cerca en Mitre y Esmeralda. Pero no puedo mentirles a ustedes, cada día esperaba con la frialdad de un relojero suizo pero con la fe ciega de una monja su entrada triunfal y bella por la puerta que daba a la esquina.

El milagro sucedió ayer. Peor antes quería aclarar una cosa. La relación entre ella y yo estaba basada en una cosa: el amor por el arte. Nos conocimos en este bar. Yo tenía abierto un libro de Van Gogh que explicaba sus pinturas, ella se acercó y me empezó a hablar del holandés. Analizamos a Rembrandt, a Constable y a Degas esa tarde. Cuando se hizo de noche, mandé a la mierda la facultad y fuimos a su casa y lo hicimos pero antes habiendo hablado de varios autores. Lo que terminó cagando nuestra relación es que era puro arte pero poco en concreto. Ella no sabía nada de mí, yo nada de ella. Pero a la vez, sabíamos todo del otro porque el arte da a conocer eso. Ella sabía mi obsesión por el paso del tiempo, ya que estaba fascinado con Monet y Manet. Ella, radiante y seductora e inteligente admiraba a Caravaggio y la luz dentro de la oscuridad. Y ahí aprendí, que durante nuestra enfermiza relación, yo era su luz y ella era cambiante como la luz del día que tanto preocupaba a Edouard o a Claude. Y la relación cambiaba cada dos minutos dependiendo los estados de ánimo (la luz del día) de ella. Y cada vez que hacíamos el amor o que nos parábamos a ver un cuadro, que es básicamente lo mismo, nos hacíamos pelota. Pero no la puedo superar porque ella era lo mejor que me pasó en mi anodina vida y porque esa locura me atraía cada vez más.

Ayer entró, radiante como siempre, con su vestidito negro y una carterita roja. Se sentó en una mesa (en SU mesa) y se dedicó a ver la entrada. Yo me refugié en un diario Clarín y me tapé la cara. Tanto planeé este día pero en ese mísero momento me hice piedra. De vez en cuando espiaba y logré capturar el momento en el que él entró. Treinta años más o menos, jeans y chomba roja y un libro bajo el brazo. Se sentó en su mesa y entendí todo. Porque ví que hizo la seña del café y las tres de manteca, porque vi su ejemplar de Van Gogh abajo del brazo y porque vi su cara de sorpresa pero también esa maldita cara, en la que se mordía el labio inferior pintado de rojo y me miraba a mí con esos ojos verdes y esa cabellera rojiza justo antes de hacer el amor. Y entendí que ella tampoco me había superado a mí. Pero también fue necesario ese momento para entender, que las cosas cambian con la luz del día (la vida) y que la Catedral de Rouen puede ser también un telemarketer aburrido que pide tres de manteca y un cortado en un café malo de Perón y Suipacha. Entendí que fuiste demasiado, que no estaba bien y que pasó lo que tenía que pasar. Au revoir.

Ignacio Leiva, 23 de febrero de 2018

viernes, 16 de febrero de 2018

El bar de la calle Niceto


El catorce de febrero del dos mil cinco a las once y cincuenta y nueve de la noche estaba en un colectivo.  No tengo bien el recuerdo si era un sesenta y ocho o un ciento cincuenta y dos pero sí sé que estaba rumbo contrario a Puente Saavedra más o menos por la altura de la calle Malabia transitando la odiosa Avenida Santa Fe. Era una noche de calor, de esas de verano que con una bermuda y una remera estás bien. El ánimo que sea San Valentín se sentía por las calles porteñas: parejitas de aquí, parejitas de allá. No tengo presente el por qué estaba yendo rumbo al centro, yo vivía en Malaver y Sarmiento en Olivos y ese día era lunes. Pero el hecho fáctico es que no estaba de pareja y me dirigía hacia el otro lado de mi casa en un colectivo vacío.

De golpe, el reloj tornó a las cero cero y las parejas volvieron a la normalidad y tomaron fría distancia. Asustado por la reacción general decidí tocar el timbre y bajarme de ese bondi. Agarré Canning derechito para el lado contrario al Río. Cada paso mío retumbaba por la acera y se escuchaba a varios metros de distancia. Siempre fui un aficionado del caminar, es un ejercicio noble que logra tonificar los músculos, bajar de peso y al mismo tiempo mantener tranquilas a vivo fuego las dudas metafísicas del ser humano. Es un espacio de introspección perfecto, en el que tus pies danzan al ritmo de la soledad. Esta actividad, es mucho mejor hacerla de noche cuando no encontrás obstáculos como la multitud. Recuerdo patente cada caminata por la calle Florida a eso de las diez de la mañana con cierto estupor, sin embargo, mis caminatas por Malaver desde Libertador hasta Munro a las cuatro de la mañana las recuerdo con mucho cariño.

A la altura de la calle Córdoba, un poco antes, en la intersección con Niceto Vega veo un bar abierto. Era el único lugar con luces en esta ciudad que está repleta de las mismas. Buenos Aires me ama y yo la amo a ella. Otras malvadas como París, Nueva York o Montevideo quisieron robarme el corazón, sin embargo ellas (buenas amantes por cierto), no logran tener la conexión química que tuve con esta ciudad y que tendré por la eternidad. Mi sospecha es que la Ciudad de Buenos Aires es tan melancólica y nostálgica como yo, y mucho de ella me define. Puede ser la mejor ciudad del mundo y la peor con la misma facilidad. Su amor no es fácil de ganar, sin embargo, es muy fácil caer en sus garras. Tiene la mirada atenta de las mujeres bonitas, tiene también el alma de bucanero y de banquero. Esa mirada que las vivió todas y que te tiene en sus garras y a su merced. Me vuelve loco.

La cuestión es que no sé por qué me escondí tras un poste de la Av. Córdoba mirando el bar que descansaba a mitad de cuadra por la calle Niceto Vega. Extrañas melodías salían de ahí dentro y mucha gente entraba a borbotones. Sin embargo, no era gente común, no estaban vestidos como nosotros los mortales. No, estaban disfrazados. No llegué a distinguirlos bien pero llevaban excelsos disfraces con hermosas pinturas. Charlaban jocosamente y bebían cerveza, champagne y vino. De a poco, si querer queriendo, con algo de inercia, me fui acercando. El panorama era extraño ergo fascinante y excitante.

El cartel en la puerta rezaba en letra grande roja y azul “Concurso interbarrial de superhéroes 2005”. Extrañado, casi loco me puse hablar con un tipo en la entrada. Guillermo Kahnjka, nieto de inmigrantes albanos, representante del barrio de Barracas. Llevaba un mameluco de obrero, quizá reivindicando la identificación del barrio, con una máscara roja y blanca a rayas y el traje tenía suficiente polvo como para cubrir la Ciudad de Buenos Aires dos veces incluyendo el Conurbano. Kahnjka contaba a viva voz para su gran repertorio (yo solo) sus virtudes como el superhéroe preferido del barrio de Barracas. Su superpoder era raro, podía modificar el comportamiento de los usuarios del Tren Roca y hacer que quieran bajarse en la estación Yrigoyen. Él jura que solo lo practicó una vez con un tren que iba destino a La Plata. Sin embargo, yo, fiel usuario de ese tren para visitar a mis parientes de Gerli, nunca vi a nadie bajándose en Yrigoyen. Allá él.

La mediocridad de Kahnjka terminó por aburrirme. Excusé ganas de ir al baño y entré. Me acerqué tranquilo hacia la barra y pedí un whiscola. Rápidamente llegué a ver en el fondo como se armó una gresca importante.  Mano a mano estaban Gustavo Girotti, representante de Floresta, vestido completamente de blanco y Leandro Gutiérrez, representante del barrio de Mataderos con un traje verdinegro con el escudo de Chicago. El de la barra me dirigió la palabra quejándose de estos dos boludos que vienen vestidos de fútbol para calentar al otro, yo mucha bola no le di pero anoté los nombres.

El organizador se sentó a mi lado y me preguntó de dónde era y cuál era mi superpoder. Obviamente como no tenía disfraz pero tampoco tenía ganas que me peguen un voleo en el orto mentí. Supernormalidad del barrio de Villa Riachuelo. Bien podría haber dicho que era de Olivos pero no estaba seguro si era solo para capitalinos y Villa Riachuelo es el barrio menos habitado de la ciudad ergo las probabilidades eran mínimas. Por suerte la jugadas salió bien y Villa Riachuelo tuvo a su representante a pesar de que este nunca había pisado el barrio. Los gemelos Lugano fueron un grano en el culo, ellos vestidos de monoblock, decían poder saber los pensamientos de la otra persona. Les aseguro que decían puras boludeces, ya que estuvieron casi cuarenta y cinco minutos hablando conmigo y tres rondas de whiscola y no podían ni siquiera pensar que nunca había pisado el barrio de donde decía que provenía.

El representante de Liniers, otro inadaptado del fútbol, le hacía jodas a su colega de Caballito obligándolo a subir pisos en un ascensor aunque el otro decía ser hincha de San Lorenzo y que Ferro se podía quedar unos años más en la B sin problemas. La noche se estaba poniendo extraña y en eso logré ver a la Señorita Recoleta. Su superpoder era enamorar con la vista, llevaba un vestido azul, era petisa y el pelo enrulado de color azabache. La boca estaba pintada de rojo carmesí y los ojos marrones clavados en el infeliz de Kahnjka.

Pedí otro whiscola con algunos problemas de dicción y atendí perfectamente al espectáculo lamentable de Mrs Recoleta con Kahnjka. Envidia, temor y un poco de desprecio se juntaban en ese cóctel.  Sin embargo, usé mi superpoder, el ser normal. Que en este mundo (o en este bar que al efecto es lo mismo), la normalidad es lo diferente, lo atractivo y lo sensual. Digo normalidad en un espectro sociocultural actual, no obstante, detesto la palabra normalidad pero sí es verdad que un poco anodino era yo y mi patético superhéroe. Empleado de un juzgado de la calle Lavalle, pasaba el día entre pilones de expedientes pensando en ser otra persona y cuando tenía la chance de serlo me cago encima porque no me dan los huevos de trascender. Sin embargo, aquí, en el bar de la calle Niceto Vega, lo normal era lo raro y todos eran nadie. Esa noche gané el concurso por mi disfraz anodino, Villa Riachuelo se llevó un ganador sorpresivo, yo me llevé a la señorita representante del barrio de Saavedra que con sus pantalones murgueros y su estilo despreocupado hizo honor a su superpoder: hacer reír. Desconozco la vida del infeliz de Kahnjka, pero una vez en el año 2007 me tuve que bajar en la estación Yrigoyen por un desperfecto técnico. Mrs Recoleta me la encontré en el 2008 trabajando en un banco, lo curioso es que para ese entonces yo era su acompañante. Varios catorce de febrero entré al bar pero ya no es lo que era, en el 2008 dejé de frecuentarlo y en el 2010 quebró. Lo anodino volvió a ser anodino y lo raro volvió a ser raro. Sin embargo, puedo afirmar que sigo viendo como los superhéroes urbanos se disfrazan y se mezclan entre la gente para salvarnos día a día. Uno elige verlos o no.

martes, 13 de febrero de 2018

La Búsqueda

El reloj del celular marcaba las dos y media de la mañana de un martes pero  ¿Qué importaba el horario? Era verano, esa época en donde todos los jóvenes son libres de hacer lo que quieren con la absurda excusa de "ya fue, es verano". Todos se acuestan pasadas las tres y se levantan pasadas las doce del mediodía. El brillo del dispositivo móvil encandilaba a Rama, quien estaba en posición fetal en la cama hacía más o menos unas tres horas y no tenía planes de moverse ni para ir al baño. Abierta tenía una conversación de Whatsapp en la cual hablaba con una mujer que no conocía y que probablemente ni la fuese a conocer.

Rama no era un tipo feo ni mucho menos.  Cumplía los estándares de belleza masculina de la sociedad adolescente con bastante rigidez. Era morocho, rondaba el metro ochenta, ojos marrones tirando a verdes, iba religiosamente al gimnasio casi todos los días, tenía buena parla y era buen amigo. Rama sabía cómo ganar mujeres, era todo un Don Juan. Todas eran un objetivo y una probable presa, él era el león acechando para atacar en cualquier momento. Logró salir con muchísimas mujeres, conquistaba con fuertes golpes a la batería, con su lengua picante pero medida, sabía cada truco, sabía cómo conquistar. Pero hay algo que nunca pudo tener, nunca tuvo un amor. Mil mujeres y ninguna por la que él se juegue y cuando se la jugó realmente las cosas le salieron mal. La chica de la charla banal, aburrida y virtual era solo una de la veintena de símiles que tuvo en lo poco que iba del verano.

Mientras Rama estaba matando el aburrimiento en ese encuentro virtual, Victoria estaba en algún lugar de la Costa Atlántica. El vodka le hacía difícil distinguir si estaba en Mar del Plata, Gesell, Pinamar, Las Toninas, las islas Seychelles o Neptuno. Ella era una chica hermosa: morocha, ojos azules, pecas y un cuerpo de modelo.  Ella era una asesina a sueldo con su mirada, tanto intimidaba que algunos ni se le animaban a hablarle por miedo a un inminente fracaso rotundo. A sus dieciocho años tuvo varios novios que nunca amó, mucho sexo barato y frío, besos secos pero nunca tuvo un amor correspondido. Lo que ella buscaba en esa petaca, en esos labios fríos de un desconocido, en esas tristes sabanas de hotel de Pinamar era simplemente los labios de Rama, los labios de su mejor amigo en ella. 16 años de su vida lo tuvo a su lado. Compartió miles de experiencias pero nunca, jamás se atrevió a desnudar su corazón ante él y mostrarle aquel fuego interno que sentía.


Rama había ganado, muchas veces pero ninguna victoria se asemeja a celebrar un campeonato. Así se veía él. Ganó muchos partidos: algunos de ellos muy chivos, de visitante y con uno menos pero nunca pudo alzar la copa del amor. Tanta victoria insulsa y tal fracaso de sus objetivos hizo que él ya no tenga mucha fe. Él repetía, equivocadamente, que las minas solo lo querían hacer sufrir. Creía en el chamuyo como estilo de vida. Adquirió múltiples facetas pero, para bien de él, nunca olvidó su raíz, su personalidad original. Para él, la versión beta del amor era una resultante de distintas probabilidades. Era matemática, era marketing, era puntualidad, era una estrategia, no sea cosa de mandar a tus soldados en invierno a Rusia. Él creía que la conquista era pensada, no improvisada.

Victoria usaba a los hombres a su conveniencia. Ella sabía el poder de sus ojos y de sus curvas. Ella sabía que con solo chasquear los dedos cual propaganda de Paco Rabanne tenía a su merced lo que ella desee: y más en las fiestas. Alcohol, cigarros, un beso, una charla, un abrazo, compañía nocturna, todo lo podía lograr gracias a su manipulación. Ella sabía que era la manzana más codiciada del condado y decidió jugar un juego cruel: el juego del amor falso. Besaba sin sentido, solo inflaba su ego, solo buscaba que Rama caiga a sus pies.  Algún día él caería de la palmera y se enteraría que ella lo había estado esperando. Ella era la leona, no él. Ella era la que estaba acechando, no él. El cazador tenía que ser cazado y qué mejor que una cazadora experta y drogada de amor.  Nunca se había animado a nada. Sabía que la amistad se iba a ir toda al mismísimo diablo. No era un precio que ella quisiese pagar.

Ya habían pasado quince días más o menos de aquella noche costera para Victoria y de aquella charla virtual para Rama. Era 13 de febrero. Un día antes del día de los enamorados, se dice que existe el día anti-amor. Ese 13 recuerda a todos aquellos que quedaron fuera del sistema amoroso: sea por decisión propia o por una cuestión completamente injusta de la vida o de una búsqueda que no hallaba resultados. Aquellos que despotrican al amor, se mueren por sentirlo y es así como se reputaban Rama y Victoria.

Se dice que en la ciudad de Las Vegas en el estado de Nevada todo lo que pasa se queda allí. En el verano se dice que todo vale pero el verano no tiene la misma propiedad que tiene esa ciudad de apuestas, noche y cabarets. No señor, lo que pasa en el verano no queda en el verano. Cada acto tiene su consecuencia, no hay estación del año que ampare esa excusa. Los amigos de Rama y él decidieron ir a una fiesta por el 13 de febrero. El mismísimo Ramiro se había encargado de todo, organizó y se fijó quienes iban. Si, había presas. El cazador estaba de vuelta en su búsqueda.

Victoria no tenía ganas de salir y eso se debía principalmente a la confirmación de presencia de Rama. Ella no disfrutaba del espectáculo de Rama cazando gente que no era ella. No concebía que él no esté en su órbita. Tenía que tomar una decisión, se hartó, no podía amar más en silencio. Era esa noche. A todo o nada. Gane la casa o que salte la banca.

La fiesta era en la casa de Valentina, cuyos padres estaban en Cancún y debido a la excusa absurda del verano puso casa para más de cien invitados. Era un patio enorme, pileta, con un parlante sonando un reggaetón a todo volumen, comida y muchísimo alcohol.

Eran ya casi las tres de la mañana. Los tragos hacían que la gente se desinhiba. Muy pocos no estaban bajo los efectos traicioneros y malditos del escabio. Rama estaba bailando en el medio del jardín cuando Victoria fue corriendo hacia él. Ahí estaban, a un paso de distancia, ambos podían oler el perfume del otro, podían sentir la respiración y las corazonadas. El aire se cortaba con Gillette. Apenas se vieron, se saludaron y Victoria cerró sus ojos, se puso de puntas de pie y trató de besarlo, trató de averiguar si sabían cómo ella lo predecía o mejor.

No se lo vio venir. El zarpazo vino cuando ella estaba entregada a merced del destino, ya no había vuelta atrás. Y esta vez Victoria no lo logró, esta vez Victoria salió goleada, esta vez no alcanzaron los ojos, no alcanzaron las curvas, no alcanzó la insinuación. Rama estaba a medio metro a los besos apasionados con Valentina. Maldijo a todo el mundo, miró al cielo e irrumpió en llanto. Esquivo a los púberes que solo querían su boca, paró un taxi y en él se puso a escribir en sus notas.

“Lo que pasó hoy fue una demostración de amor, quizá la única verdadera que haya hecho en mi vida entera. He cometido millares de errores, he salido con  imberbes pero solo para olvidar que te amo a vos. Toda esta parafernalia es porque vos sos mi obsesión, sos vos con quien quiero estar. Así que si me querés también te espero en el banco de la plaza de Nuñez a las dos en punto”  Se secó las lágrimas, se lo envió a Rama y terminó de tramar su plan. Esto no quedaría así.

Rama llegó a su casa y apenas pudo leyó el mensaje. No recordaba haberla rechazado. Maldijo al fernet, maldijo a Valentina y a sí mismo. ¿Qué quería? ¿Y si de verdad le gustaba Victoria? Era un buen partido. Era una buena tipa, hermosa y quizá era la indicada pero ¿Y si no? ¿Otra vez sopa? Amaneció ahogado en sus propios pensamientos y en una resaca terrible. Era un dia crucial en su vida y hoy había que decretar un fallo. Victoria si o Victoria no. Como lo ha dicho The Clash: Should I stay o should I go?

El reloj en su muñeca marcaba las dos menos cuarto de la tarde. Cada minuto duraba lo que dura una eternidad. La plaza era a pocas cuadras, así que tenía mucho tiempo para decidir. Ir o quedarse, jugársela o renunciar. Tomó un sorbo grande de agua y abrió la puerta. Ya no había vuelta atrás. Ya que estaba en la cancha debía jugar el partido. Cada paso era lento. La decisión estaba tomada pero dudaba. Solo avanzaba por pura inercia. Quería volver pero caminaba porque su corazón: atrofiado de tan poco uso se había despertado. Él sabía que tenía que ir a esa puta plaza y darle un beso gigante a Victoria. Hoy era el principio, hoy era el primer día del resto de su vida

Llegó a la plaza de Ramallo y Cuba y la miró. El reloj marcaba las 14 horas en punto. Victoria debía estar en el banco del otro lado de los arbustos. Medio confundido pero convencido que esto era lo mejor caminaba hacia ese maldito banco. Es en ese momento que una bola de papel proveniente de los arbustos lo golpeó en la cabeza. La desdobló y observó que había una nota bien grande en labial rojo que profesaba:

“Querido, el tren solo pasa una sola vez en la vida. Tanto tiempo cazada, hoy me toca ser la cazadora. Game over. La búsqueda terminó. Soy yo pero no puedo. Sorry” Victoria

Incrédulo levantó el papel y vio a Victoria a los besos con otro



Ignacio Leiva, 13 de febrero de 2018 (edición de un cuento de diciembre de 2016)