martes, 27 de marzo de 2018

La verdadera historia de Jesús y Judas


El ser humano en su búsqueda de la síntesis ha olvidado muchas partes de la historia. Ésta al ser escrita por los vencedores también pierde una parte humana y se vuelve casi mitificadora. Nadie te dice que San Martín cagaba, que Napoleón daba vueltas en la cama o que tenían sentimientos profundos Mahoma, Abraham o Tutankamón. Sin embargo, una señora muy muy anciana que vive en un kibutz de Israel jura ser descendiente de Jesús y que el Viernes Santo y toda esa parafernalia no es como nos la cuenta la Biblia, Dios o el mismísimo Mel Gibson.

Jerusalén. Año 33 más o menos. El suelo de arena, un calor de cagarse, una noche de esas tipo la Costa para bucito después. Irresistible para los mocos. Ojo, la historia nunca contó la verdad de ese jueves. Pero de todos modos, esta viejita cuenta segurisima según cuenta un libro de su familia escrito en arameo que esa noche hizo un fresquete manolete y que el viento llevaba la arena hacia los ojos de la gente. En una casa ahí en el pueblo, había una fiesta. Pan y vino para toda la muchachada.

El anfitrión, un tal Jesús. Un pueblerino carpintero socialista con pretensiones de grandeza y fama. Este tipo revolucionó el pueblo hacía unos días cuando entró montado en un burro y la gente le tiraba un par de ramos de olivo. Luego, mandó a callar a un par de curas y se calentaron las cosas con los romanos. Una especie de Justin Bieber que viene al país, se agarra a trompadas en un boliche palermitano, patea la bandera y se arma la podrida.

Este Jesús no andaba solo, tenía doce discipulos que eran sus amigos, sus sirvientes y sus estudiantes. Pero más importante que ellos: tenía un amor. La Biblia y la Historia hacen que nos olvidemos que este personaje de existencia supuestamente comprobada era efectivamente un ser humano y como tal tenía necesidades básicas como uno. Sí, señor Opus Dei, Jesús cagaba, meaba, cogía, y comía con la boca abierta.

La viejita desconoce cómo se conocieron Jesús y esta mina cuyo nombre no trascendió. Algunos dicen que estaba medio enganchado con María Magdalena, puede ser ojo, pero no se la quería jugar por una prostituta. Mucho peor para la blasfemia pública, Jesús se estaba encamando con la novia de Judas.

Tuzzio-Ameli, Icardi-Maxi Lopez, Tinelli-Sebastián Ortega. Son algunos casos conocidos de esta alta traición. Jesús no solo tenía una relación fisica con esta muchacha, no, era una relación metafisica, algo mucho más allá. Era amor. Sin embargo, en esa época el divorcio o mandar a cagar a tu novio no estaba muy bien visto, entonces, Jesús amaba a escondidas a la muchacha y la muchacha le correspondía.

Cuentan las malas lenguas que el jueves aquel de calor por la mañana y fresco por la noche, se dice que ese día Judas los encontró en acto y entregó a Jesús. Otros dicen que Jesús mismo sabía que Judas sabía y que lo iba a traicionar. Aquel via crucis el barbudo supo que iba a morir, pero no para salvar a la humanidad, ni para filantropía ni por nada más terrenal que por una mina. Judas fue un asesino pasional y Jesús admitió su amor y llevó hasta las últimas consecuencias este.

La viejita es un poco loca y tiene esquizofrenia, quizá olvidé decir eso. Sin embargo, nos regaló una linda historia para desmitificar cosas, para dejar de endiosar a seres humanos. Porque si Jesús existió, fue un ser humano tal como vos, como yo, o como cualquier otro.

Ignacio Leiva, 27 de marzo de 2018

domingo, 18 de marzo de 2018

Filosofía de la derrota


El cuadro es muy simple. El nombre de la obra ya nos adelanta basicamente lo que vamos a ver: un monje a la orilla del mar. El religioso está parado, mirando las aguas con un temple especial. Si comparamos, el fraile es tan solo un liliputiense comparado con el bravío de Poseidón. Un punto contra metros y metros, pequeño ante la inmensidad del Universo.

No sé cómo llegué a ver de nuevo el cuadro de Caspar David Friedrich. "Pero esta vez no tiene nada que ver con aquella vez. Nada. Mentiria si dijese que es indiferente al momento en el cual me pongo a pensar en él. Y a decir verdad, hay una frase revoloteando en mi cabeza como un mosquito a las tres y media de la mañana de una noche estival.

“Nada que perder”. Es una cita interesante, pero la noto un poco contradictoria. Es decir, ¿ya perder no es lo suficientemente humillante? Es verdad que hay derrotas que son obvias, previsibles pero no dejan de ser derrotas. No dejan de ser una herida para el orgullo. No quiero hablar de las implicancias positivas de una derrota como puede ser el aprendizaje, el fogueo o cualquiera de esas sanatas (que son reales pero no vienen al caso). Tampoco quiero ponerme pesimista y analizar la derrota desde un punto de vista pesimista y decir que es el fin del mundo ni nada de eso porque también sería mentir. Siempre hay una revancha, siempre hay una capacidad de reinventarse, levantarse o caer un poquito más profundo.

Aclarado esto quiero ir al punto. Piensen en un instante. La vida es una conjunción de instantes y el momento previo condiciona positiva o negativamente al siguiente segundo. Es por eso que somos hijos del tiempo, de nuestras decisiones, somos daño colateral de otras personas y también somos lo que elegimos ser. Cierto que hay condicionantes culturales, sociales, históricos, geográficos pero hoy quiero ser un poco más banal y credulo y convencerme que somos producto de nuestras elecciones.

La idea es pensar en un instante (retomo). En un instante particular. En ese periquete en donde sabés que vas a perder pero igual luchás para que eso no pase. Es una lucha desigual, una causa perdida pero no podemos convencernos de eso porque sino perdemos todo tipo de ganas de luchar. Es pensar en el momento justo en donde la derrota es irremontable pero a la vez no está finalizada.

Terminé de ver el cuadro de Friedrich y no sé por qué me apareció un cuadro de Goyá. “Los fusilamientos del 2 de mayo de 1808 de Madrid” es una obra magistral pero su significado es muy fuerte. Muestra un pilón de cuerpos ensangrentados, muertos yacientes debajo de los pies de un individuo de ropas blancas y manos levantadas frente al ejercito francés armado hasta los dientes. El final es obvio. Uno sabe que en cualquier momento la bala va a salir disparada y el cuerpo del revolucionario estará en ese pilón. Puede ser al segundo siguiente, al minuto siguiente, cuando tenga que ser pero será. La derrota es irremontable, sin embargo, el insurrecto debe estar pensando en una manera de escapar, pensando en algún milagro que haga que la bala salga disparada a cualquier lado, que la vida deje de tener sentido y así poder zafar. De fé vive el hombre. De causas perdidas vive la especie humana, porque ellas son las ilusiones que escapan al pragmatismo aburrido. El final es claro para todos, salvo para él: atado a una irrisoria estadistica de punto uno en un millón.

En las derrotas evidentes, en esos momentos ya cúlmines, es cuando verdaderamente no se tiene nada por perder. Cuando ya estás jugadisimo y sabés el final pero no lo querés admitir. Y gracias a Dios, o a lo que quieran agradecerle, que existen esos momentos. Porque son esos instantes de ver todo en ruinas donde yace la fé de querer salir de las malas, de ser le mismisimo ave fenix y resistir lo más que se pueda. La derrota vendrá en sus caballos y sus fusiles sonarán fuertes pero el alma partisana cantará Bella Ciao o resistirá hasta donde sea posible. Estuve pensando mucho en estos días acerca del sentido de esta absurda vida. Y creo que llegué a la conclusión que además de la aristotelica felicidad, lo unico que nos mantiene vivos es esa ilusión de en algun momento tener algo mejor. El progreso se debe a los insatisfechos pero también a aquel monje que vio el mar sobre él, a aquel revolucionario que se ató a la ilusión de sobrevivir aunque ya estaba más cerca del arpa que de la guitarra, el progreso se debe a todos los que no le temen a la derrota, a aquellos que no tienen nada que perder más que su honor y están dispuestos a arriesgarlo por sus intereses. La vida tiene sentido cuando tomamos el riesgo a quedar como unos pelotudos perdiendo, y a pesar de todo, en ese momento nos levantamos y salimos a pelear aunque sepamos que perdemos. Es más loable perder dignamente peleando hasta el último minuto que perder y conformarse con una derrota mezquina aferrado al puede ser peor. Y por último, el ser humano nunca pierde. Todas las batallas por h o por b las termina ganando. Salvo una, contra su propia muerte. Yo aconsejaría que en aquella pelea que sabemos que vamos a perder por lo menos disfrutemos el partido que es la vida y hagamos lo posible para que la derrota sea lo menos dura posible.

Ignacio Leiva, 18 de marzo de 2018, Belgrano.