He estado pensando el inicio de esta historia por horas. Sin
embargo, no se me ha ocurrido mejor idea que ésta. Hagamos un minuto de
silencio. Usted lector, yo escritor, personajes, situaciones, todos. Hagamos un
minuto de silencio en señal de respeto a aquellos amores que no fueron, a
aquellas almas que estaban destinadas a ser pero nunca se encontraron. Hagámoslo
también por aquellas que si se encontraron pero en mal timing. Y sin duda, con muchísimo
respeto y dolo despidamos a aquellos amores que eran perfectos el uno para el otro pero la maldita vida se empecinó en separarlos.
Cada historia tiene tres partes. Seguro usted lo haya visto
en el secundario. Inicio, nudo o desarrollo y final. Y esta también obviamente
tiene los tres elementos. Pero la gran particularidad es que estos tres
instantes pueden ser perfectamente detectados en tres instantes precisos, en
tres miradas. Y yo, escritor maldito, tengo la traicionera memoria de acordarme
de cada uno de ellos con el dolor que conlleva eso.
Si tengo que culpar a algo es al azar. Pero creo que es
cobarde de mi parte lanzar mis blasfemias hacia algo tan etéreo como la simple aleatoriedad
de eventos que concatenaron en la triste realidad: ella. Porque ella lo fue
todo, fue lo mejor y fue lo peor que me pasó en la vida. Y puede ser, que culpe
al azar de haberla conocido de todos mis males. Porque sin ella no estaría
escribiendo esto ahora. La verdadera pregunta vendría a ser si realmente valió
la pena todo el amor para su proporcional caída. Pero me estoy adelantando.
Era una tarde de marzo. Exactamente eran las tres y cuarto
de la tarde del veintiséis de marzo. Ese fue el momento en que mi vida cambió
para siempre. Tan sólo bastó con que se siente al lado mío en el banco de la
Plaza Francia que le da la espalda al árbol ese gigante que si no me equivoco
es un ombú. Tan solo bastó con que saque de la cartera un perfume que prefiero
no describir para no quitarle lo sagrado y se aplique un poco en su cuello. Tan
solo bastó con sacar del antedicho accesorio unos lentes de lectura muy bonitos
que combinaban con su pelo lacio y morocho y con sus ojos marrones, profundos y
electrizantes. Tan solo bastó con que saque el mismo libro que estaba leyendo
yo. Tan solo bastó con una mirada cómplice y con una charla de veinte minutos
acerca de Crimen y Castigo. Tan solo
bastó con una hora y media de caminata entreverada por las tumbas y leyendas
del Cementerio de la Recoleta. Tan solo bastó con agarrar Alvear. Tan solo
bastó con divagar de bueyes perdidos a la vista de los palacios que adornar la
zona más pituca de la ciudad. Tan solo bastó con una mirada enfrente a la Torre
de los Ingleses. Tan solo bastó con apoyarnos en una farola. Tan solo bastó con
una probadita de tus labios. En realidad, vuelvo atrás, tan solo bastó con
verte por primera vez para enamorarme perdidamente de ella
Uno puede hablar con mucha gente y sobre muchas cosas. Uno
habla sobre el clima, sobre el partido de Boca, de la formación de Banfield el
domingo o del Bailando. Uno habla con la vieja del cuarto en el ascensor, con
el seguridad de la facultad, con cualquier persona que se le cruce. Sin
embargo, una buena conversación necesita de dos. Para conversar se necesita del
otro. Se necesita un intercambio fluid. No es necesario tener la retórica de Sócrates, o hablar de asuntos eruditos y esnob. Tan solo se necesita sinceridad,
apertura y empatía. Y eso fue lo que sentí conversando con ella. Cada paso era
un tema, cada tema era un desafío y cada desafío era una flecha más en mi culo
proveniente de Cupido. Y sí, tal vez fue que por eso me enamoré de ella. Me
enamoré de la manera que nos conocimos. Es decir, cumplía las fantasías básicas
de un intelectual de clase media que asiste a la universidad a estudiar Derecho
aunque su pasión son las Letras. Una chica que se sienta en el mismo banco que
yo. Una chica muy bonita. Y saca el mismo libro. Me pide fuego. Le digo que no
tengo y ella me responde que ella no tiene cigarrillos ni fuma. Que tan solo
quería hablar. Que tan solo quería conocerme. Es verdad que soy un tipo
bastante tímido. Imagínense, no tuve que hacer nada y ya estaba conversando con
la chica bonita. Ni en mis sueños más optimistas ni en las películas de Woody
Allen que me gusta mirar. Es que así, sin más, de una tarde para la otra:
estaba enamoradísimo.
Y acá es donde entra el famoso azar. Yo salí de la Facultad
de Derecho a eso de las dos de la tarde. Había tenido una clase teórica de
Derecho Comercial I y estaba muy cansado. Un poco porque había dormido muy poco
la noche anterior y otro poco porque estaba en primer año de la carrera tan
solo por inercia. Porque había hecho el CBC y tampoco que tenía ganas de perder
tiempo (y futuro dinero) al estudiar Letras. Para ser fáctico, el mundo para un
abogado es mucho más fácil y el dios Dinero me engatusó. Un poco por ese tedio
y odio a mí mismo es que salí disparado por la calle Pueyrredón. Era temprano
para ir a mi casa en el barrio de Olivos. Hoy no me acuerdo por qué, seguro era
una excusa boluda. Es por eso que agarré Pueyrredón para el lado de la Avenida
Santa Fe y me dediqué a caminar lentamente, con un paso vencido, dejándome
llevar por la calurosa tarde otoñal.
La idea original era tomarme el 152 en la avenida Santa Fe y
llegar por lo menos a eso de las tres y media a mi casa. Ya eran las tres menos
cuarto cuando al cruzar la Avenida Las Heras se me ocurrió la idea que me iba a
cambiar la vida. Me faltaban cien páginas para terminar Crimen y Castigo y a esa hora no habría asiento en el colectivo y
pospondría su lectura para otro momento. Y es por eso que cambié el paso y me dirigí
hacia la calle Uriburu para terminar en la Plaza Francia. Eran las tres en
punto. En mi cabeza el cálculo era más o menos el siguiente: dos páginas por
minuto, un poco más, un poco menos, a las cuatro menos cuarto ya estaría
emprendiendo la vuelta hacia mi casa. No estaba mal. Tiempo me sobraba. El sol
molestaba y elegí ese banco gracias a la sombra del viejo árbol. Qué curioso,
¿no? Si cada una de estas concatenaciones no se daban, nunca la hubiese
conocido y mi vida hubiese sido a priori distinta. No sé si mejor, no sé si
peor. Pero por lo menos distinta.
Bárbaro. Ya tenemos un principio. Es un poco cursi pero juro
que fue así. Es una de esas cosas que te salen una sola vez en la vida. Dos a
lo sumo. Tres si tenes mucha suerte. El chico que le va mal con las mujeres
conoce a una chica con sus mismos gustos, se hablan en un espacio público de
interés común. Conversan, no hablan. Se
besan. Se pasan los números. Se llaman. Se ven dos o tres veces. Se
besan, hacen el amor. Se entienden, son felices. Él le propone ser algo un poco
más serio. Ella acepta. Se besan y vuelven a hacer el amor. Son felices pero de
golpe una noche de noviembre todo cambia para siempre.
Hacía calor. ¿Realmente es ese el detalle que quiero contar
primero de la noche que cambió todo? Es que, en realidad, nada tendría que
haber cambiado. Empiezo a dudar si seguir contando esta historia. Ustedes se
irían felices sabiendo que le chico es feliz con la chica y viceversa. Ríen, se
besan, tienen sexo y siguen conversando. ¿Qué más? Sin embargo, como escritor
tengo la cruda tarea de contar la historia completa. Es verdad que algunas
cosas estarían mejor con un final feliz. Sin embargo, muchas otras son mejores
con el triste desenlace de que la vida es pasajera y todo puede cambiar de un
momento para el otro.
Como decía, hacía calor. Era el siete de noviembre a las
tres y veinticinco de la mañana. Esa noche habíamos ido al teatro a ver una
obra comiquísima. Reímos, nos agarramos de la mano, seguimos riendo, comimos en
Guerrin, tomamos cerveza, nos seguimos riendo. Y lloramos, lloramos mucho. Pero
eso fue después de la noticia. Antes fue todo risas, besos y caricias. Sus
padres no estaban en su casa y fuimos para allá. Abrimos dos cervezas y nos
pusimos a conversar. De cualquier cosa, desde Hegel hasta el pelo rosado de su
amiga Verónica que no le quedaba muy bien que digamos. Las cervezas se siguieron
abriendo y las risas se transformaron en carcajadas.
Pero todo cambió. Así como si nada. Ella se acomodó en el sillón,
me agarró las manos, y me miró a los ojos. Las lágrimas rodaban por su mejilla,
y su maquillaje comenzaba a correrse. Lógicamente me preocupé y le pregunté qué
le pasaba. Me miró y me confesó la cruel noticia. Se iba. Sí, así como oyen. El
ocho de noviembre a las tres de la tarde ella se tomaba el vuelo de KLM hacia
el aeropuerto de Schipol de Ámsterdam donde haría escala para luego llegar a la
gran ciudad de las luces: París. Iluso de mí le pregunté acerca de su fecha de
retorno. La beca es por seis meses, pero
quizá me quedo un tiempo más. Y hay diferentes tonos para decir eso, y el
de ella era exactamente el de no pienso volver ni por putas.
La besé y me fui. Recién lloré a las cuatro cuadras. Pero
más que un llanto de tristeza era un llanto de odio. Un odio irremediable hacia
mí mismo. ¿Cómo podía ser tan egoísta? Era su sueño. En tercer año de Historia
del Arte poder viajar a París con una beca en museología. París. Creo que no
hay ciudad que vaya más con ella. París, que feliz que sería ella en París. Qué
feliz que será ella en París. Sin embargo, esa felicidad viene sin combo. Esa
felicidad a mí me tenía como un extra a pagar que todos sabemos que no va a ser
elegido. Esa felicidad de ella no me incluía en sus planes. París era renunciar
a mí. Blasfemé. Puteé al cielo, y a las estrellas. No creía en ningún Dios pero
de todas formas lo puteé. ¿Por qué ahora? ¿Por qué la felicidad es tan injusta
y se va en los momentos de mayor jolgorio?
Y todo esto nos lleva a una noche de junio. Ella obviamente
no volvió de París. Al principio intentamos la relación a distancia pero
enseguida ella se enamoró de Pierre. Un simpático francés que estudia filosofía
en la Sorbona que la invitó a un café luego de verla leer el libro de Justein
Gaarden que le regalé en el aeropuerto como despedida. Y yo acá todavía no
había podido renunciar a ella. Era la continuidad para no aceptar mi derrota.
Saber que es feliz me dejaba un poco más tranquilo pero París no es Buenos
Aires y Pierre LeBleu no es Damián Otero del barrio de Olivos, estudiante de
Letras haciendo el CBC después de dejar Derecho mandando bien a la mierda a
todos los mandatos familiares y sociales.
La otra noche hizo frío. Mucho frío, casi tanto como en mi
corazón. Había ido con un amigo a Plaza Serrano a disfrutar unas cervezas. A
decir verdad estos meses sin ella se hicieron muy difíciles. El amor no es algo
que quería volver a experimentar. La fantasía de que ella vuelva de improviso a
tocarme el timbre y partirme la boca de un beso se repetía en muchos de mis
sueños. Tinder no era para mí, ni hablar de conocer a nuevas personas. Sin
embargo, la vida es difícil, es una hija de puta pero sorprende muy bien. Y
vaya que vale la pena estar vivo.
La vi y recuperé el calor. Estaba en la barra de un bar
sola. Pelo rubio largo y lacio. Se notaba que no era su color natural pero eso
le agregaba un poco más de belleza a su cara. Pidió un gin tonic y se sentó a
esperar a alguien. Yo estaba en una mesa a unos metros de distancia. El cuerpo
de mi amigo me daba un poco de refugio como para no mirarla tanto. En el fondo
de mi corazón, el Diablo me decía que espere por ella que desde París algún día
volverá. Sin embargo esperé y ordené otra cerveza para mí y para mi amigo. Vi
que nadie llegaba y la rubia se impacientaba y le pedía al barman otro gin
tonic.
Ninguna chica no interesante pide un gin tonic. Me acerqué y
le sonreí. Tan solo bastó con oler su perfume, tan solo bastó con arrancar a
charlar y luego a conversar. Tan solo bastó con que se pasen las horas, y que
salga el sol y que pida un taxi hacia tu casa. Tan solo bastó con ser parecida
a ella para olvidarla. Tan solo bastó con que seas lo suficientemente distinta
como para que me vuelva a enamorar.
Ignacio Leiva, 22 de junio de 2018, Villa Martelli