viernes, 22 de junio de 2018

Un minuto de silencio


He estado pensando el inicio de esta historia por horas. Sin embargo, no se me ha ocurrido mejor idea que ésta. Hagamos un minuto de silencio. Usted lector, yo escritor, personajes, situaciones, todos. Hagamos un minuto de silencio en señal de respeto a aquellos amores que no fueron, a aquellas almas que estaban destinadas a ser pero nunca se encontraron. Hagámoslo también por aquellas que si se encontraron pero en mal timing. Y sin duda, con muchísimo respeto y dolo despidamos a aquellos amores que eran perfectos el uno para el otro pero la maldita vida se empecinó en separarlos.

Cada historia tiene tres partes. Seguro usted lo haya visto en el secundario. Inicio, nudo o desarrollo y final. Y esta también obviamente tiene los tres elementos. Pero la gran particularidad es que estos tres instantes pueden ser perfectamente detectados en tres instantes precisos, en tres miradas. Y yo, escritor maldito, tengo la traicionera memoria de acordarme de cada uno de ellos con el dolor que conlleva eso.

Si tengo que culpar a algo es al azar. Pero creo que es cobarde de mi parte lanzar mis blasfemias hacia algo tan etéreo como la simple aleatoriedad de eventos que concatenaron en la triste realidad: ella. Porque ella lo fue todo, fue lo mejor y fue lo peor que me pasó en la vida. Y puede ser, que culpe al azar de haberla conocido de todos mis males. Porque sin ella no estaría escribiendo esto ahora. La verdadera pregunta vendría a ser si realmente valió la pena todo el amor para su proporcional caída. Pero me estoy adelantando.

Era una tarde de marzo. Exactamente eran las tres y cuarto de la tarde del veintiséis de marzo. Ese fue el momento en que mi vida cambió para siempre. Tan sólo bastó con que se siente al lado mío en el banco de la Plaza Francia que le da la espalda al árbol ese gigante que si no me equivoco es un ombú. Tan solo bastó con que saque de la cartera un perfume que prefiero no describir para no quitarle lo sagrado y se aplique un poco en su cuello. Tan solo bastó con sacar del antedicho accesorio unos lentes de lectura muy bonitos que combinaban con su pelo lacio y morocho y con sus ojos marrones, profundos y electrizantes. Tan solo bastó con que saque el mismo libro que estaba leyendo yo. Tan solo bastó con una mirada cómplice y con una charla de veinte minutos acerca de Crimen y Castigo. Tan solo bastó con una hora y media de caminata entreverada por las tumbas y leyendas del Cementerio de la Recoleta. Tan solo bastó con agarrar Alvear. Tan solo bastó con divagar de bueyes perdidos a la vista de los palacios que adornar la zona más pituca de la ciudad. Tan solo bastó con una mirada enfrente a la Torre de los Ingleses. Tan solo bastó con apoyarnos en una farola. Tan solo bastó con una probadita de tus labios. En realidad, vuelvo atrás, tan solo bastó con verte por primera vez para enamorarme perdidamente de ella

Uno puede hablar con mucha gente y sobre muchas cosas. Uno habla sobre el clima, sobre el partido de Boca, de la formación de Banfield el domingo o del Bailando. Uno habla con la vieja del cuarto en el ascensor, con el seguridad de la facultad, con cualquier persona que se le cruce. Sin embargo, una buena conversación necesita de dos. Para conversar se necesita del otro. Se necesita un intercambio fluid. No es necesario tener la retórica de Sócrates, o hablar de asuntos eruditos y esnob. Tan solo se necesita sinceridad, apertura y empatía. Y eso fue lo que sentí conversando con ella. Cada paso era un tema, cada tema era un desafío y cada desafío era una flecha más en mi culo proveniente de Cupido. Y sí, tal vez fue que por eso me enamoré de ella. Me enamoré de la manera que nos conocimos. Es decir, cumplía las fantasías básicas de un intelectual de clase media que asiste a la universidad a estudiar Derecho aunque su pasión son las Letras. Una chica que se sienta en el mismo banco que yo. Una chica muy bonita. Y saca el mismo libro. Me pide fuego. Le digo que no tengo y ella me responde que ella no tiene cigarrillos ni fuma. Que tan solo quería hablar. Que tan solo quería conocerme. Es verdad que soy un tipo bastante tímido. Imagínense, no tuve que hacer nada y ya estaba conversando con la chica bonita. Ni en mis sueños más optimistas ni en las películas de Woody Allen que me gusta mirar. Es que así, sin más, de una tarde para la otra: estaba enamoradísimo.

Y acá es donde entra el famoso azar. Yo salí de la Facultad de Derecho a eso de las dos de la tarde. Había tenido una clase teórica de Derecho Comercial I y estaba muy cansado. Un poco porque había dormido muy poco la noche anterior y otro poco porque estaba en primer año de la carrera tan solo por inercia. Porque había hecho el CBC y tampoco que tenía ganas de perder tiempo (y futuro dinero) al estudiar Letras. Para ser fáctico, el mundo para un abogado es mucho más fácil y el dios Dinero me engatusó. Un poco por ese tedio y odio a mí mismo es que salí disparado por la calle Pueyrredón. Era temprano para ir a mi casa en el barrio de Olivos. Hoy no me acuerdo por qué, seguro era una excusa boluda. Es por eso que agarré Pueyrredón para el lado de la Avenida Santa Fe y me dediqué a caminar lentamente, con un paso vencido, dejándome llevar por la calurosa tarde otoñal.

La idea original era tomarme el 152 en la avenida Santa Fe y llegar por lo menos a eso de las tres y media a mi casa. Ya eran las tres menos cuarto cuando al cruzar la Avenida Las Heras se me ocurrió la idea que me iba a cambiar la vida. Me faltaban cien páginas para terminar Crimen y Castigo y a esa hora no habría asiento en el colectivo y pospondría su lectura para otro momento. Y es por eso que cambié el paso y me dirigí hacia la calle Uriburu para terminar en la Plaza Francia. Eran las tres en punto. En mi cabeza el cálculo era más o menos el siguiente: dos páginas por minuto, un poco más, un poco menos, a las cuatro menos cuarto ya estaría emprendiendo la vuelta hacia mi casa. No estaba mal. Tiempo me sobraba. El sol molestaba y elegí ese banco gracias a la sombra del viejo árbol. Qué curioso, ¿no? Si cada una de estas concatenaciones no se daban, nunca la hubiese conocido y mi vida hubiese sido a priori distinta. No sé si mejor, no sé si peor. Pero por lo menos distinta.

Bárbaro. Ya tenemos un principio. Es un poco cursi pero juro que fue así. Es una de esas cosas que te salen una sola vez en la vida. Dos a lo sumo. Tres si tenes mucha suerte. El chico que le va mal con las mujeres conoce a una chica con sus mismos gustos, se hablan en un espacio público de interés común. Conversan, no hablan. Se  besan. Se pasan los números. Se llaman. Se ven dos o tres veces. Se besan, hacen el amor. Se entienden, son felices. Él le propone ser algo un poco más serio. Ella acepta. Se besan y vuelven a hacer el amor. Son felices pero de golpe una noche de noviembre todo cambia para siempre.

Hacía calor. ¿Realmente es ese el detalle que quiero contar primero de la noche que cambió todo? Es que, en realidad, nada tendría que haber cambiado. Empiezo a dudar si seguir contando esta historia. Ustedes se irían felices sabiendo que le chico es feliz con la chica y viceversa. Ríen, se besan, tienen sexo y siguen conversando. ¿Qué más? Sin embargo, como escritor tengo la cruda tarea de contar la historia completa. Es verdad que algunas cosas estarían mejor con un final feliz. Sin embargo, muchas otras son mejores con el triste desenlace de que la vida es pasajera y todo puede cambiar de un momento para el otro.

Como decía, hacía calor. Era el siete de noviembre a las tres y veinticinco de la mañana. Esa noche habíamos ido al teatro a ver una obra comiquísima. Reímos, nos agarramos de la mano, seguimos riendo, comimos en Guerrin, tomamos cerveza, nos seguimos riendo. Y lloramos, lloramos mucho. Pero eso fue después de la noticia. Antes fue todo risas, besos y caricias. Sus padres no estaban en su casa y fuimos para allá. Abrimos dos cervezas y nos pusimos a conversar. De cualquier cosa, desde Hegel hasta el pelo rosado de su amiga Verónica que no le quedaba muy bien que digamos. Las cervezas se siguieron abriendo y las risas se transformaron en carcajadas.

Pero todo cambió. Así como si nada. Ella se acomodó en el sillón, me agarró las manos, y me miró a los ojos. Las lágrimas rodaban por su mejilla, y su maquillaje comenzaba a correrse. Lógicamente me preocupé y le pregunté qué le pasaba. Me miró y me confesó la cruel noticia. Se iba. Sí, así como oyen. El ocho de noviembre a las tres de la tarde ella se tomaba el vuelo de KLM hacia el aeropuerto de Schipol de Ámsterdam donde haría escala para luego llegar a la gran ciudad de las luces: París. Iluso de mí le pregunté acerca de su fecha de retorno. La beca es por seis meses, pero quizá me quedo un tiempo más. Y hay diferentes tonos para decir eso, y el de ella era exactamente el de no pienso volver ni por putas.

La besé y me fui. Recién lloré a las cuatro cuadras. Pero más que un llanto de tristeza era un llanto de odio. Un odio irremediable hacia mí mismo. ¿Cómo podía ser tan egoísta? Era su sueño. En tercer año de Historia del Arte poder viajar a París con una beca en museología. París. Creo que no hay ciudad que vaya más con ella. París, que feliz que sería ella en París. Qué feliz que será ella en París. Sin embargo, esa felicidad viene sin combo. Esa felicidad a mí me tenía como un extra a pagar que todos sabemos que no va a ser elegido. Esa felicidad de ella no me incluía en sus planes. París era renunciar a mí. Blasfemé. Puteé al cielo, y a las estrellas. No creía en ningún Dios pero de todas formas lo puteé. ¿Por qué ahora? ¿Por qué la felicidad es tan injusta y se va en los momentos de mayor jolgorio?

Y todo esto nos lleva a una noche de junio. Ella obviamente no volvió de París. Al principio intentamos la relación a distancia pero enseguida ella se enamoró de Pierre. Un simpático francés que estudia filosofía en la Sorbona que la invitó a un café luego de verla leer el libro de Justein Gaarden que le regalé en el aeropuerto como despedida. Y yo acá todavía no había podido renunciar a ella. Era la continuidad para no aceptar mi derrota. Saber que es feliz me dejaba un poco más tranquilo pero París no es Buenos Aires y Pierre LeBleu no es Damián Otero del barrio de Olivos, estudiante de Letras haciendo el CBC después de dejar Derecho mandando bien a la mierda a todos los mandatos familiares y sociales.

La otra noche hizo frío. Mucho frío, casi tanto como en mi corazón. Había ido con un amigo a Plaza Serrano a disfrutar unas cervezas. A decir verdad estos meses sin ella se hicieron muy difíciles. El amor no es algo que quería volver a experimentar. La fantasía de que ella vuelva de improviso a tocarme el timbre y partirme la boca de un beso se repetía en muchos de mis sueños. Tinder no era para mí, ni hablar de conocer a nuevas personas. Sin embargo, la vida es difícil, es una hija de puta pero sorprende muy bien. Y vaya que vale la pena estar vivo.

La vi y recuperé el calor. Estaba en la barra de un bar sola. Pelo rubio largo y lacio. Se notaba que no era su color natural pero eso le agregaba un poco más de belleza a su cara. Pidió un gin tonic y se sentó a esperar a alguien. Yo estaba en una mesa a unos metros de distancia. El cuerpo de mi amigo me daba un poco de refugio como para no mirarla tanto. En el fondo de mi corazón, el Diablo me decía que espere por ella que desde París algún día volverá. Sin embargo esperé y ordené otra cerveza para mí y para mi amigo. Vi que nadie llegaba y la rubia se impacientaba y le pedía al barman otro gin tonic.

Ninguna chica no interesante pide un gin tonic. Me acerqué y le sonreí. Tan solo bastó con oler su perfume, tan solo bastó con arrancar a charlar y luego a conversar. Tan solo bastó con que se pasen las horas, y que salga el sol y que pida un taxi hacia tu casa. Tan solo bastó con ser parecida a ella para olvidarla. Tan solo bastó con que seas lo suficientemente distinta como para que me vuelva a enamorar.

Ignacio Leiva, 22 de junio de 2018, Villa Martelli

domingo, 3 de junio de 2018

La pelotudez incurable de López


No sé por qué me estoy poniendo a escribir a estas horas de la madrugada. Puede ser que mañana a la mañana yo mismo me diga que soy un pelotudo sin cura y tire esto a la basura. O también está dentro de las posibilidades no saber que soy un imbécil a pedal y terminar de entregar esto a un editor y que ese alguien sea el que me diga la verdad franca y dolorosa: Sí, López sos un recontra re mil pelotudo. Pero igual sigo, quizá sea por mis aires de idealista, de falso pensador bohemio criado en la metrópoli o muy seguro que sea por mi inevitable zoncera. Otro sinónimo de pelotudo en tan pocas líneas, ¿ven lo que les digo? Pero bueno, hoja aparte que ese no es el punto.

Más allá de lo que diga el editor, el lector o la mar en coche, tengo la necesidad indómita de agarrar la notebook y llenar el blanco papel virtual (sí, hasta en eso soy un tarambana que no escribe en papel) con una serie de oraciones con cierta coherencia y cohesión para terminar de explayar mis ideas más inconscientes. No puedo explicar con palabras ciertas lo que es esta necesidad en mí ni en cómo se manifiesta. Pero podemos concluir que es una fuerte presión en el pecho que duele y que la única cura que le encuentro es darle rienda suelta a la mano y escribir.

No me culpe señor editor (o señor lector si es que pasa el imposible filtro del antedicho) pero volví a ver eso que tanto me hace mal. Para ser justos, volví a ver dos cosas que me hacen pensar en muchas cosas. Por favor, déjeme introducirlo a lo que va a leer. Son dos historias que no tienen nada que ver entre sí salvo el increíble parecido que tienen entre ellas.

Si usted me pregunta cuál es el día más feliz de mi vida seguro esperaría otra respuesta. El nacimiento de un hermano, terminar la secundaria, algún viaje o alguna cosa personal. Sin embargo, debo contestar a ciegas que el momento más feliz de mi vida fue un nueve de julio del año dos mil catorce. Ya la fecha lleva dos improntas importantes, la primera es que un nueve de julio es un día ya nacido para ser importante: la independencia del país, la nevada en Buenos Aires del 2007, entre otras. Y la segunda que podría deducir es julio de 2014 es mes de mundial, el mundial de Brasil. Así que sí, soy un reverendo boludo, el día más feliz de mi vida se reduce a la imbecilidad de veintidós estúpidos millonarios (veintiuno más un extraterrestre) corriendo atrás de una pelota y del absurdo concepto de la patria.

El recuerdo de esa noche ilumina mis ojos. Sin embargo, en vez de relatar la salvada de Mascherano o los penales de Romero, quiero hablar de la secuencia que cada vez la recuerdo mejor y peor a la vez. Dos roles: un héroe y un villano. Pero esos roles son rotativos y subjetivos, para mí el héroe viste de celeste y blanco y el villano de verde, pero eso es una opinión personal, para alguien de Eindhoven, Río o Santiago la cosa es al revés. Pero la cosa es así y no importa mis divagaciones: el héroe es Maximiliano Rodríguez y el villano es Jasper Cillesen, un rubión holandés. Y en esta historia el héroe gana, patea cruzado su penal y gana. Gana a pesar de todo, a pesar de las críticas, a pesar de la vida, a pesar del a pesar.  Y reí, y festejé y sentí mi viveza.

Ahora toca volver a la miserable vida de Facundo López y dejar de pensar en aquella noche de San Pablo. Y para establecer mi punto déjenme introducirles la historia que sirve de comparación. Era de noche, como siempre que pasan cosas cruciales. Y llovía, como siempre que pasan cosas cruciales. Dadas las condiciones la conocí. Y gané, a pesar de todo, a pesar del mismísimo a pesar. Estaba en la barra de un bar con una Stella en la mano. Tomé valor como lo hizo Maxi en aquella noche de frío en la Arena Corinthians y le hablé. No me acuerdo de que gansada pero le hablé. Me hice presente, me sentí vivo. Y charla va y charla viene llegaba el momento del penal. El momento crucial de pedirle el teléfono y una cita en lo pronto. Y sirvió, fuerte y cruzado jugó Maxi. Lento y cariñoso jugué yo. Y ahí estaba, con una victoria mucho menos interesante que la de la Argentina en el mundial, pero una victoria al fin, una victoria de los desahuciados, de los que estábamos acostumbrados a perder.

El final fue igual para ambas. Una derrota clara, evidente, incontestable pero no merecida. Ella se fue con otro y yo quede solo, a las puertas de la gloria. Y Argentina lo mismo, perdió con ese maldito gol de Mario Gotze. Y será por eso y quizá porque estoy ebrio que decidí volver a ver ese penal de Maxi Rodríguez para luego ver el gol de Gotze y llorar. Y quizá sí, sea lo suficientemente pelotudo como para abrir el primer cajón de mi escritorio y sacar esa servilleta escrita de la primera cita con ella y tal vez (no, qué digo tal vez, seguro) soy tan idiota de también de abrir el otro cajón y esa maldita caja que dice grande NO ABRIR pero igual la abro para hacerme daño. Y ver el otro papel, el gol de Gotze de mi vida, ese triste recuerdo, ese maldito post it amarillo que reza “el tiempo fluye y las cosas se ponen en su lugar”. Esa maldita indecisión de una renuncia a medias, de una cabeza carcomida por la idea de que en algún momento será y que por algo no es. Y ese maldito sentimiento de ver que quizá uno estaba equivocado y que ser amigos es más que una buena idea y que todo esto fue una farsa. Puede ser, todo es relativo. Lo único de lo que estoy seguro es que mañana mi editor me dirá: López sos flor de idiota.