martes, 14 de agosto de 2018

Diez años


Los últimos diez años de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo, nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no estabas.


Eso fue lo que dije. Ni una palabra más, ni una palabra menos. No hizo falta. Tampoco hacía falta hablar, con las miradas ya bastaba y sobraba. Muchas veces el lenguaje está de adorno, casi estorbando. Porque hay selectos eventos en donde solo se necesita mirar, mirar y ser mirado, y con eso la comunicación ya está más que satisfecha. Y ayer fue uno de esos días.

Pero ayer no fue el único. Doce años y seis meses antes, una tarde de enero en la localidad bonaerense de Villa Gesell, también la vi de la misma manera que ayer. Y también hablé, aunque no hacía falta. Me acerqué temeroso a hablarle en su sombrilla. Estaba con dos amigas tomando mate. Esperé a que se fueran para el agua para poder avanzar. ¿Qué digo? Nunca pensé en avanzar, pensaba en la probabilidad de hacerlo. Con eso me bastaba. Me consolaba el saber que por lo menos tuve la chance. Pero no, ella me miró, así, como me miró ayer. Con sus ojos color miel abiertos posándose sobre los míos. Y de golpe, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se sonrojó.

Yo no me di cuenta. Nunca fui bueno para las indirectas, menos para trabajar y decidir bajo presión. Creo que no lo iba a hacer, no recuerdo bien. Solo sentí el codazo limpio de Nahuel como señal de dale Lisandro no seas pelotudo y andá. Y me acerqué. Lento, con miedo de que haya estado mirando a otra persona, a la nada, a lo que sea. Pero no, esos ojos color miel estaban mirando a los míos. Era la mirada. Me gustó, le gusté. No hacía falta hablar después de esa caminata. No. Podíamos comunicarnos solo con nuestros ojos y quizá diciendo mucho más que las tibias presentaciones que mis balbuceos podían dar.

No sé cómo pero funcionó. Pero en el boliche no la encontré y casi muero de un infarto. ¿Y sí se había ido con otro mucho más fachero e interesante que el boludo que está hablando? Porque era mucho más que anodino, un estudiante promedio que tenía dos materias en marzo en su escuela, proveniente de la clase media media de Ramos Mejía. Un boludón de casi diecisiete años que había fracasado en casi todo lo que había tocado. Esa noche de enero, podía ser la vez que perdía la única cosa que me importaba. Que me importaba desde hacía un par de horas, pero eso es más que suficiente. Después de esa mirada, yo sabía cuál era nuestro destino y que ese nos incluía a los dos juntos.

Pero ese plan corría riesgos. Y estuvo a punto de irse a la mierda cuando hechas las cinco de la mañana me fui caminando del boliche pensando que nunca más iba a verla. Pero por esas cuestiones de la vida, en vez de encarar para lo de Nahuel, enfilé mi paso hacia la playa. Me senté en un médano, casi sin importar que mi camisa se ensucie. Esperé una hora hasta que sentí un movimiento raro al lado mío. Ya estaba cabeceando del sueño y estaba tomando valor para irme a la mierda, resignado. Pero no, me di vuelta y la vi. Otra vez con sus ojos color miel, su pelo morocho, su vestido blanco y los zapatos en la mano. Esa fue la segunda mirada, la definitiva, la que menos esperaba y llegó en el momento dónde casi perdía por knock-out técnico.

Miramos el amanecer, nos besamos como nunca antes besé a nadie. Cada vez que nuestros labios se separaban, me sonreía y me volvía a penetrar el alma con sus ojos. Al otro día volvimos a salir, nos volvimos a besar y tuvimos sexo. No, hicimos el amor. Porque sentí ese amor que me quemaba las entrañas, sin importar que la haya conocido dos días antes, la amaba y con locura. Volvimos a Buenos Aires, seguimos hablándonos, saliendo y siendo una pareja aunque recién lo oficializamos en una tarde de otoño en la esquina de Alvear y Montevideo después de un paseo cuasi romántico por el cementerio de la Recoleta y los palacetes de la Avenida Alvear.

Ese año fue el mejor de mi vida, lejos. Nos egresamos del secundario. En enero volvimos a Gesell pero esta vez como pareja. Nos amábamos. Era la relación perfecta. Hacíamos cosas juntos, pero cada uno tenía su respectiva individualidad, los celos eran una mala palabra y la confianza abundaba en nuestros adolescentes cuerpos. Éramos un ejemplo a seguir, la excepción a la regla. Nos complementábamos en lo bueno y en lo malo. Yo sacrificaba algo por ella y ella hacía lo mismo por mí.

Marzo arrancó y cumplimos nuestro primer año de novios y las cosas se pusieron un poco más pesadas. Yo arranqué el CBC de Historia en abril. Ya nos veíamos menos, y hacíamos cosas menos divertidas. Ella se pasaba la mitad del tiempo llorando por no encontrar su vocación o por su miedo irreconciliable a no ser útil. Y yo, pasaba el doble consolándola diciéndole la verdad: que eso llega solo y que va a llegar, en algún momento. Y que mientras tanto, que no llore más.

El llamado lo atendí yo. Era agosto y hacía un frío de la puta madre. Ya las cosas estaban un poco mejor, Julieta estaba decidida a hacer varios cursos de maquillaje bartender, peluquería mientras llegue su vocación. Yo ya tenía el primer cuatrimestre metido y luchando por interpretar algunos nuevos autores en el segundo. Ella se anotó en ese programa con muy poca fe. Sin embargo, ahí estaba del otro lado Felipe, el español, pidiéndome hablar con Juliana para decirle que quedó seleccionada para el programa de work and travel en las Islas Canarias por un año, trabajando en un hotel.

Ella se fue a los veinticinco días, cuando arrancó septiembre. Lloré por diez días seguidos. Ese cuatrimestre recursé dos materias y apenas pude meter Sociedad y Estado con un cuatro en el final. En enero recibí un llamado. Llorando me decía que no iba a volver nunca más a la Argentina, que había encontrado lo que ella quería para su vida: el turismo. Y que iba a finalizar en agosto el programa y que se iba a ir a no sé qué ciudad de Alemania a estudiar turismo y alemán.

Es verdad que tuve la oportunidad de ir. Pero, ¿qué iba a hacer? No tenía ciudadanía de ningún país de la Unión Europea, no tenía un mango para pagar siquiera una balsa, no podía hacerme el héroe e ir a Las Palmas de sorpresa. No es Villa Gesell, son casi once mil kilómetros y unos cuantos dólares que no tenía. Y es así como la dejé ir.

Puede ser que en la última década me haya ido bien. No lo dudo. Me recibí de Licenciado en Historia en seis años y logré encontrar laburo en el colegio donde hice mi secundario como profesor. Antes había hecho de todo para poder independizarme rápido: laburé en un local de ropa, manejé un remis, enseñé clases particulares, de todo. Al principio me costó digerir su pérdida, estuve casi un año sin poder entablar una charla con alguien del sexo opuesto o con alguien de España. A los veinte, dos años después de que ella se vaya, conocí a Cecilia y entablé una relación más o menos estable. A los veintitrés nos fuimos a vivir juntos en Castelar. A los veinticinco nos casamos por civil, puede ser que haya sido una decisión apurada. Nos amamos, no tengo dudas de eso. Es probable que hasta en un futuro muy cercano busquemos tener un hijo juntos. Digo, ya es momento, o por lo menos uno bastante adecuado. Ella es contadora y está trabajando en el banco Galicia hace unos años. Yo enseño en el colegio y en dos universidades públicas. Y aunque no se nos hace fácil logramos ahorrar e irnos veinte días a recorrer Europa.

Y aquí es cuando entra la tarde de ayer. En mis probabilidades estaba volverla a ver. No sé si quería o no, pero sabía que podía llegar a ser una opción. Muy baja en realidad. A ella le perdí el rastro hace siete años cuando empezó la cosa seria con Cecilia. No quería tenerla en ninguna red social por el miedo que me daba recaer en mirar esos ojos color miel y recordar su mirada penetrante en la noche de Villa Gesell, o recordarlos llorosos cuando se perdió en el área de embarque del Aeropuerto de Ezeiza. Sabía que se había recibido en Alemania y que vivía en Rapallo, un pueblo cercano a Génova y a Portofino, donde ella montó un pequeño hostel con una amiga española.

En siete años podía ser cualquier cosa. Que ella esté en el Congo Belga o simplemente que se haya adaptado a la vida en Italia. Qué sé yo. Ayer visitamos el Palacio Real de Madrid, ya era nuestro anteúltimo día de viaje que nos tuvo por Barcelona, París, Ámsterdam, Londres y Berlín. Procuré no pisar Italia por las dudas de cruzarme fortuitamente con ella. El calor estaba sofocándome, tanto que le solté la mano a Cecilia y caminamos todo el trayecto por la calle Arenal separados.  Al llegar a la Puerta del Sol, ella me pidió que la deje sola un par de horas para hacer unas compras en Getafe, que se tomaba el metro y no sé qué cosa y que iba pero que no quería que la estorbe. Como mucho no me importaba el shopping decidí caminar por la calle Preciados hacia la Gran Vía.

La muchedumbre me golpeaba y andaba mucho más apurada que mi paso relajado. Ya había tomado la decisión de pasar mi tarde en el Santiago Bernabéu y si daba tiempo en visitar el Vicente Calderón. Mi vista la tenía fija en el punto lejano del horizonte donde se ubicaba la plaza del Callao y la parada del metro. No te vi, hasta que lo hice. Y como esa tarde, sus ojos ya estaban posados sobre los míos. Estaba sentada en un café, tomando un licuado de esos que tanto le gustan, con un libro abierto por la mitad, mirando hacia la calle y hacia mis ojos desnudos y desprevenidos.

Tenía varias probabilidades. Número uno: me acercaba, pedía un licuado igual al suyo y hablábamos de bueyes perdidos, de dónde había estado, qué hacíamos en Madrid, si alguna vez volvió a Buenos Aires y si eso es así por qué nunca me llamó para coordinar un café juntos. Posibilidad uno, punto uno: la charla termina recordando nuestros momentos gloriosos y se me da por volver a besarla, que sonría y me mire antes de volver a besarnos. Posibilidad uno, punto dos. Termino por enojarme conmigo, o con ella, porque no somos más lo que éramos. Que ya no somos chiquilines de dieciocho, que tenemos veintilargos, casi treinta. Que diez años es mucho tiempo y la mar en coche. Posibilidad dos: hacerme olímpicamente el boludo que no la vi y seguir mi paso lento hacia la cancha del Real Madrid pero a sabiendas de que voy a morirme de intriga sobre vos toda mi vida.

No sé por qué terminé acercando. A paso más que lento, con miedo. Volví a ser ese chiquilin de dieciséis años que la invitó a salir doce años y seis meses atrás. Abrí la pesada puerta del café y sus ojos me miraban más fuerte que nunca. Relojeé su mano: anillo en la mano. ¿Qué estaba haciendo? Pero no podía detenerme, y ahí sentándome en frente tuyo, de espaldas a la calle Preciados pronuncié mis palabras:

Los últimos diez años de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo, nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no estabas.

Me agarró la mano, se sacó el anillo y me besó como solíamos hacer. Nos separamos, río, me miro, me volvió a besar y se puso el anillo:
Yo también te amo, Lisandro, y siempre lo haré. Sin embargo, el tiempo y el espacio nos separó. Buena suerte en tu vida. Me señaló el anillo. Es muy afortunada de tenerte, por ahora, porque sé que en algún momento nos vamos a volver a encontrar: en Madrid, en Morón o en Saturno.

Se levantó de la mesa, me miró por última vez, dejó cinco euros y salió caminando hacia la Puerta del Sol. ¿La volveré a ver?  Qué sé yo, quizá en diez años

Ignacio Leiva, 14 de agosto de 2018, Villa Martelli