Los últimos diez años
de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo,
nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no
estabas.
Eso fue lo que dije. Ni una palabra más, ni una palabra
menos. No hizo falta. Tampoco hacía falta hablar, con las miradas ya bastaba y
sobraba. Muchas veces el lenguaje está de adorno, casi estorbando. Porque hay
selectos eventos en donde solo se necesita mirar, mirar y ser mirado, y con eso
la comunicación ya está más que satisfecha. Y ayer fue uno de esos días.
Pero ayer no fue el único. Doce años y seis meses antes, una
tarde de enero en la localidad bonaerense de Villa Gesell, también la vi de la
misma manera que ayer. Y también hablé, aunque no hacía falta. Me acerqué
temeroso a hablarle en su sombrilla. Estaba con dos amigas tomando mate. Esperé
a que se fueran para el agua para poder avanzar. ¿Qué digo? Nunca pensé en
avanzar, pensaba en la probabilidad de hacerlo. Con eso me bastaba. Me
consolaba el saber que por lo menos tuve la chance. Pero no, ella me miró, así,
como me miró ayer. Con sus ojos color miel abiertos posándose sobre los míos. Y
de golpe, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se sonrojó.
Yo no me di cuenta. Nunca fui bueno para las indirectas,
menos para trabajar y decidir bajo presión. Creo que no lo iba a hacer, no
recuerdo bien. Solo sentí el codazo limpio de Nahuel como señal de dale Lisandro no seas pelotudo y andá. Y
me acerqué. Lento, con miedo de que haya estado mirando a otra persona, a la
nada, a lo que sea. Pero no, esos ojos color miel estaban mirando a los míos.
Era la mirada. Me gustó, le gusté. No hacía falta hablar después de esa
caminata. No. Podíamos comunicarnos solo con nuestros ojos y quizá diciendo
mucho más que las tibias presentaciones que mis balbuceos podían dar.
No sé cómo pero funcionó. Pero en el boliche no la encontré
y casi muero de un infarto. ¿Y sí se había ido con otro mucho más fachero e
interesante que el boludo que está hablando? Porque era mucho más que anodino,
un estudiante promedio que tenía dos materias en marzo en su escuela,
proveniente de la clase media media de Ramos Mejía. Un boludón de casi
diecisiete años que había fracasado en casi todo lo que había tocado. Esa noche
de enero, podía ser la vez que perdía la única cosa que me importaba. Que me
importaba desde hacía un par de horas, pero eso es más que suficiente. Después
de esa mirada, yo sabía cuál era nuestro destino y que ese nos incluía a los
dos juntos.
Pero ese plan corría riesgos. Y estuvo a punto de irse a la
mierda cuando hechas las cinco de la mañana me fui caminando del boliche
pensando que nunca más iba a verla. Pero por esas cuestiones de la vida, en vez
de encarar para lo de Nahuel, enfilé mi paso hacia la playa. Me senté en un
médano, casi sin importar que mi camisa se ensucie. Esperé una hora hasta que
sentí un movimiento raro al lado mío. Ya estaba cabeceando del sueño y estaba
tomando valor para irme a la mierda, resignado. Pero no, me di vuelta y la vi.
Otra vez con sus ojos color miel, su pelo morocho, su vestido blanco y los
zapatos en la mano. Esa fue la segunda mirada, la definitiva, la que menos
esperaba y llegó en el momento dónde casi perdía por knock-out técnico.
Miramos el amanecer, nos besamos como nunca antes besé a
nadie. Cada vez que nuestros labios se separaban, me sonreía y me volvía a
penetrar el alma con sus ojos. Al otro día volvimos a salir, nos volvimos a
besar y tuvimos sexo. No, hicimos el amor. Porque sentí ese amor que me quemaba
las entrañas, sin importar que la haya conocido dos días antes, la amaba y con
locura. Volvimos a Buenos Aires, seguimos hablándonos, saliendo y siendo una
pareja aunque recién lo oficializamos en una tarde de otoño en la esquina de
Alvear y Montevideo después de un paseo cuasi romántico por el cementerio de la
Recoleta y los palacetes de la Avenida Alvear.
Ese año fue el mejor de mi vida, lejos. Nos egresamos del
secundario. En enero volvimos a Gesell pero esta vez como pareja. Nos amábamos.
Era la relación perfecta. Hacíamos cosas juntos, pero cada uno tenía su
respectiva individualidad, los celos eran una mala palabra y la confianza
abundaba en nuestros adolescentes cuerpos. Éramos un ejemplo a seguir, la
excepción a la regla. Nos complementábamos en lo bueno y en lo malo. Yo
sacrificaba algo por ella y ella hacía lo mismo por mí.
Marzo arrancó y cumplimos nuestro primer año de novios y las
cosas se pusieron un poco más pesadas. Yo arranqué el CBC de Historia en abril.
Ya nos veíamos menos, y hacíamos cosas menos divertidas. Ella se pasaba la
mitad del tiempo llorando por no encontrar su vocación o por su miedo
irreconciliable a no ser útil. Y yo, pasaba el doble consolándola diciéndole la
verdad: que eso llega solo y que va a llegar, en algún momento. Y que mientras
tanto, que no llore más.
El llamado lo atendí yo. Era agosto y hacía un frío de la
puta madre. Ya las cosas estaban un poco mejor, Julieta estaba decidida a hacer
varios cursos de maquillaje bartender, peluquería mientras llegue su vocación.
Yo ya tenía el primer cuatrimestre metido y luchando por interpretar algunos nuevos
autores en el segundo. Ella se anotó en ese programa con muy poca fe. Sin embargo,
ahí estaba del otro lado Felipe, el español, pidiéndome hablar con Juliana para
decirle que quedó seleccionada para el programa de work and travel en las Islas Canarias por un año, trabajando en un
hotel.
Ella se fue a los veinticinco días, cuando arrancó
septiembre. Lloré por diez días seguidos. Ese cuatrimestre recursé dos materias
y apenas pude meter Sociedad y Estado con un cuatro en el final. En enero
recibí un llamado. Llorando me decía que no iba a volver nunca más a la
Argentina, que había encontrado lo que ella quería para su vida: el turismo. Y
que iba a finalizar en agosto el programa y que se iba a ir a no sé qué ciudad
de Alemania a estudiar turismo y alemán.
Es verdad que tuve la oportunidad de ir. Pero, ¿qué iba a
hacer? No tenía ciudadanía de ningún país de la Unión Europea, no tenía un
mango para pagar siquiera una balsa, no podía hacerme el héroe e ir a Las
Palmas de sorpresa. No es Villa Gesell, son casi once mil kilómetros y unos
cuantos dólares que no tenía. Y es así como la dejé ir.
Puede ser que en la última década me haya ido bien. No lo
dudo. Me recibí de Licenciado en Historia en seis años y logré encontrar laburo
en el colegio donde hice mi secundario como profesor. Antes había hecho de todo
para poder independizarme rápido: laburé en un local de ropa, manejé un remis,
enseñé clases particulares, de todo. Al principio me costó digerir su pérdida,
estuve casi un año sin poder entablar una charla con alguien del sexo opuesto o
con alguien de España. A los veinte, dos años después de que ella se vaya, conocí
a Cecilia y entablé una relación más o menos estable. A los veintitrés nos
fuimos a vivir juntos en Castelar. A los veinticinco nos casamos por civil,
puede ser que haya sido una decisión apurada. Nos amamos, no tengo dudas de
eso. Es probable que hasta en un futuro muy cercano busquemos tener un hijo
juntos. Digo, ya es momento, o por lo menos uno bastante adecuado. Ella es
contadora y está trabajando en el banco Galicia hace unos años. Yo enseño en el
colegio y en dos universidades públicas. Y aunque no se nos hace fácil logramos
ahorrar e irnos veinte días a recorrer Europa.
Y aquí es cuando entra la tarde de ayer. En mis
probabilidades estaba volverla a ver. No sé si quería o no, pero sabía que
podía llegar a ser una opción. Muy baja en realidad. A ella le perdí el rastro
hace siete años cuando empezó la cosa seria con Cecilia. No quería tenerla en
ninguna red social por el miedo que me daba recaer en mirar esos ojos color
miel y recordar su mirada penetrante en la noche de Villa Gesell, o recordarlos
llorosos cuando se perdió en el área de embarque del Aeropuerto de Ezeiza.
Sabía que se había recibido en Alemania y que vivía en Rapallo, un pueblo
cercano a Génova y a Portofino, donde ella montó un pequeño hostel con una
amiga española.
En siete años podía ser cualquier cosa. Que ella esté en el
Congo Belga o simplemente que se haya adaptado a la vida en Italia. Qué sé yo.
Ayer visitamos el Palacio Real de Madrid, ya era nuestro anteúltimo día de
viaje que nos tuvo por Barcelona, París, Ámsterdam, Londres y Berlín. Procuré
no pisar Italia por las dudas de cruzarme fortuitamente con ella. El calor
estaba sofocándome, tanto que le solté la mano a Cecilia y caminamos todo el
trayecto por la calle Arenal separados.
Al llegar a la Puerta del Sol, ella me pidió que la deje sola un par de
horas para hacer unas compras en Getafe, que se tomaba el metro y no sé qué
cosa y que iba pero que no quería que la estorbe. Como mucho no me importaba el
shopping decidí caminar por la calle Preciados hacia la Gran Vía.
La muchedumbre me golpeaba y andaba mucho más apurada que mi
paso relajado. Ya había tomado la decisión de pasar mi tarde en el Santiago Bernabéu
y si daba tiempo en visitar el Vicente Calderón. Mi vista la tenía fija en el
punto lejano del horizonte donde se ubicaba la plaza del Callao y la parada del
metro. No te vi, hasta que lo hice. Y como esa tarde, sus ojos ya estaban
posados sobre los míos. Estaba sentada en un café, tomando un licuado de esos
que tanto le gustan, con un libro abierto por la mitad, mirando hacia la calle
y hacia mis ojos desnudos y desprevenidos.
Tenía varias probabilidades. Número uno: me acercaba, pedía
un licuado igual al suyo y hablábamos de bueyes perdidos, de dónde había
estado, qué hacíamos en Madrid, si alguna vez volvió a Buenos Aires y si eso es
así por qué nunca me llamó para coordinar un café juntos. Posibilidad uno,
punto uno: la charla termina recordando nuestros momentos gloriosos y se me da
por volver a besarla, que sonría y me mire antes de volver a besarnos.
Posibilidad uno, punto dos. Termino por enojarme conmigo, o con ella, porque no
somos más lo que éramos. Que ya no somos chiquilines de dieciocho, que tenemos
veintilargos, casi treinta. Que diez años es mucho tiempo y la mar en coche.
Posibilidad dos: hacerme olímpicamente el boludo que no la vi y seguir mi paso
lento hacia la cancha del Real Madrid pero a sabiendas de que voy a morirme de
intriga sobre vos toda mi vida.
No sé por qué terminé acercando. A paso más que lento, con
miedo. Volví a ser ese chiquilin de dieciséis años que la invitó a salir doce
años y seis meses atrás. Abrí la pesada puerta del café y sus ojos me miraban
más fuerte que nunca. Relojeé su mano: anillo en la mano. ¿Qué estaba haciendo?
Pero no podía detenerme, y ahí sentándome en frente tuyo, de espaldas a la
calle Preciados pronuncié mis palabras:
Los últimos diez años
de mi vida estuvieron marcados por infinidad de sucesos y eventos, sin embargo,
nada sentí más que la necesidad imperiosa de extrañarte al ver que ya no
estabas.
Me agarró la mano, se sacó el anillo y me besó como solíamos
hacer. Nos separamos, río, me miro, me volvió a besar y se puso el anillo:
Yo también te amo,
Lisandro, y siempre lo haré. Sin embargo, el tiempo y el espacio nos separó.
Buena suerte en tu vida. Me señaló el anillo. Es muy afortunada de tenerte, por ahora, porque sé que en algún momento
nos vamos a volver a encontrar: en Madrid, en Morón o en Saturno.
Se levantó de la mesa, me miró por última vez, dejó cinco
euros y salió caminando hacia la Puerta del Sol. ¿La volveré a ver? Qué sé yo, quizá en diez años
Ignacio Leiva, 14 de agosto de 2018, Villa Martelli