sábado, 1 de diciembre de 2018

Confesiones de una noche de lluvia


¿Cuál es el sentido del amor si no es mutuo? ¿Cuál es el sentido de querer de más y no ser querido con la misma vara? ¿Cuál es el sentido de esto? Sin embargo, el pobre humano va y vuelve a caer en las mismas garras tramposas del destino inequívoco de la decepción, de no ser correspondido y no serlo nunca.

La lluvia azota mi cuerpo. Y eso de azotar no es ninguna licencia poética porque es así. Las gotas duras y cargadas rompen contra las telas de mi ropa causándome hasta dolor. Mi cabello desdeñado y levemente rizado ahora es un tobogán de agua y adopta la forma que el viento decida con sus soplidos bravos darle. La luna me mira, me observa detenidamente, me juzga. Pero no se atreve a mostrarse sino que lo hace cubierta de nubes amenazantes que se confunden con la noche. Los relámpagos blanquecinos furiosos le agregan ese touch de épica y de tristeza a mi caminata por las calles de algún barrio del conurbano bonaerense.

No busco refugio, ni tampoco pretendo hacerlo. Fue mi decisión salir a la lluvia, de volver caminando las más de treinta cuadras que separan el lugar del que vengo y mi casa. Y creo yo, y lo sigo sosteniendo, que la lluvia es el mejor castigo para mi derrota. Porque las derrotas son para ser castigadas. No me vengan con eso del aprendizaje ni ocho cuartos. Porque el humano es el único animal que tropieza no dos, sino quinientas setenta y tres veces con la misma piedra. Y yo no voy más lejos. Porque sé que hoy perdí o me di cuenta que perdí pero sé que en un futuro voy a volver a perder porque ni cerca estuve de empatarlo, menos aún de ganarlo.

La lluvia, mejor dicho la tormenta me susurra un nombre. No sé si es el ruido de mis zapatos mojados contra la acera o si es el sonido de las gotas caerse sobre el asfalto o mi propia locura que escucha un Caro cada vez más profundo. Empiezo a llorar, o la tormenta entra verticalmente desde mi flequillo. No sé, tampoco importa. Siento un moco y me encuentro con mis dedos índice y pulgar frotando mis ojos ya derrotados. La re puta madre, estoy llorando.

Las veces que prometí no hacerlo, y acá me ves. Lo vengo prometiendo desde el día que me dejó y también vengo rompiendo esa promesa desde aquella fatídica noche. Una noche de lluvia, como esta. Una noche de frío. Una noche de agosto. Una noche tan porteña que dolía en los huesos y lloraba un tango. Una noche en la que todo lo que consideraba perfecto dejaba de serlo.

Las noticias no son malas por su contenido sino por la sorpresa que te genera recibirlas. Porque recibir malas nuevas es una mierda, no voy a ser tan necio como para negarlo. Pero si uno ya sabe lo que va a pasar, o por lo menos lo presiente es diferente. Va a doler, sí. Pero a su vez aparecerán los tibios y bueno era una cosa de días, era algo que iba a pasar tarde o temprano o la mar en coche.

Pero lo de Caro fue distinto. Porque hacía dos meses nomás que estábamos saliendo y eran los dos meses más bonitos que me hayan pasado alguna vez en mi vida. Y ella, por lo menos por sus actitudes y dichos podría decir lo mismo. Es que éramos todo, éramos perfectos. No solo en besos, risas y abrazos. Sino que teníamos algo especial, algo fundamental para la creación del amor: la complicidad. Éramos químicamente compatibles. Y eso es lo más difícil de encontrar en la pareja.

Pero una noche como estas, una noche de tormenta ella me llevó a un bar de Palermo. Y mientras estábamos por la segunda cerveza se puso seria, me agarró el brazo y me dijo la verdad. No sos vos, ni soy yo, es alguien más. Y le tuve que preguntar, y me tuvo que responder que conmigo era químicamente compatible pero con Agustín eran físicamente un fuego, que había hecho cosas que nunca había pensado hacer. Que no me alarme y que no es que me cagó durante los dos meses sino que tres contadas tardes, todas aquella semana. Pagó la cuenta en la barra y se perdió por la calle Honduras.

Yo me quedé impávido, inútil de reaccionar. Creo que pasó más de dos horas hasta que cambié de posición. El llanto era incesable y no me preocupaba de mostrarlo en público. No es que me molestaba que se haya cogido a otro, les voy a ser sincero. Porque viéndome a mí físicamente no tengo el atractivo que tiene ese tal Agustín, ni tampoco me consideraba un ser sexualmente activo. Ella había sido mi primera vez, y tampoco es que éramos conejos. Lo nuestro, o por lo menos de mi parte yacía en lo etéreo de nuestra dialéctica, en esa risa y en esos labios. Nada más, porque no se necesitaba nada más que eso para ser feliz. Pero me equivoqué y por esa derrota pagué caro. Y salí a la lluvia y caminé más de cincuenta cuadras hasta Recoleta.

La lluvia azotaba como me golpea hoy. Ya estoy llegando a la parada de colectivo y mi situación es la misma. No sé cómo se me ocurrió semejante boludez. Ser amigos de la mina de tu vida y su novio. Es que, a decir verdad, Agustín no me parece mal pibe. Puede ser que a veces peque de boludo, pero aquel que nunca lo hizo que tire la primera piedra. Y ella es ella. Y no la puedo culpar de nada porque en el fondo sé que tiene toda la razón y que él es mejor partido que yo.

Y así fue hoy, y por eso fueron estas lágrimas. Por Carolina, que amo demasiado como para olvidarla. Aun sabiendo que ella nunca lo hará, que nunca me amará como yo lo hice, y aun sabiendo que esto no es sano ni por mierdas. Por Agustín, porque ese infeliz es feliz con ella y la hace feliz y por eso no lo puedo culpar. Porque hoy, en esa maldita cena que compartimos los tres con abundante carne, vino y cerveza me di cuenta de eso. Me di cuenta de sus miradas cómplices, de su tensión sexual, de sus besos espontáneos y sobre todas las cosas de su confianza. No puedo negar que sentí mucha envidia, pero también sentí tranquilidad. Ella no está conmigo pero es feliz y eso es todo lo que importa. Por eso vuelvo derrotado, con la cabeza gacha pero también con el sabor triunfal de que al fin de cuentas, yo perdí porque ella ganó

Ignacio Leiva, 1 de diciembre de 2018