viernes, 3 de mayo de 2019

A un penal de la gloria


No sé por qué se me dio por rememorar esa tarde. Puede ser que haya sido la tristeza de jueves, mis fracasos amorosos, el tedio de la rutina o que justo en la televisión estén dando a Rosario Central. También es cierto que esa tarde vuelve a mi mente todos los días de mi vida, o por lo menos la gran cantidad de ellos y que no quepa la menor duda de que no estoy exagerando. En cada uno de esos viajes astrales al pasado me acuerdo del momento exacto en dónde me sentí más vivo que nunca.

El hombre y sus ilusiones. Qué cosa de mandinga, che. El cielo de Córdoba marcaba las 7 de la tarde, unos minutos más, unos minutos menos, no viene al caso. El Sol quemaba la piel y hacía reflejo sobre el campo de juego. Yo estaba parado en la tribuna. El puño en la boca, los ojos entrecerrados como si no quisiera ver lo que está sucediendo, unas lágrimas caen por mis cachetes y la garganta grita unos sonidos indescifrables ya rota a su punto más alto. Al lado estaba mi padre. Qué locura que nos acabábamos de mandar. Ochocientos kilómetros de ida y ochocientos de vuelta por noventa minutos. Qué linda locura. Él, aunque no quería demostrármelo, estaba esperanzado y un poco emocionado. Abajo estaba mi hermano, por primera vez en la cancha mirando a Temperley, por primera vez sintiendo estos colores como los siento yo. Y puede ser que a él le importe tanto el fútbol como a mí la astrofísica pero también se mordía las uñas, también temblaba, también pensaba que capaz que sí, vaya uno a saber, capaz esta tarde era nuestra tarde.

Al lado mío estaban mis hermanos también. Ninguno tiene mi sangre, casi no conozco a ninguno pero por noventa minutos y cada vez que salgan los once matungos que juegan con nuestros colores serán mis hermanos. Y cantaremos juntos nuestros himnos, silbaremos el del contrario, lloraremos en las malas y celebraremos en las buenas. Ellos son más de ocho mil en esta popular, ocho mil a más de ochocientos kilómetros. Bah, qué sé yo si eran ocho, nueve, cinco o sesenta mil. No viene mucho al caso. Lo importante es que algunos se abrazaban, otros lloraban, los más creyentes rezaban. Pero hay algo que hacíamos todos, aunque las palabras no salían, aunque la garganta dolía, aunque las lagrimas volvían confusas las palabras. A pesar de todos, mis hermanos, mis ocho mil hermanos y yo cantábamos. Nos salía del alma, de donde no hay que pensar mucho, solo, casi sin quererlo. Y dale dale Ce, Ce le, Ce le.

Es que no era para menos. Cuarenta minutos atrás la situación era otra. Ellos se habían puesto uno a cero y nos complicaron la existencia. Porque ellos eran mejores, eran superiores, conocidos, con prensa. Y nosotros eramos lo que podíamos ser. Un conjunto que sufrió mucho, pero a base de hazañas llegó a donde podía llegar. Casi de yapa, pero eso no significa que regalados. Pero ese gol nos transformaba aún más en punto. No había manera de hacer saltar la banca. Si nos comimos un peludo de Villa Dálmine, ¿Por qué Rosario Central, a priori superior, no nos iba a bailar aún más?  Al diablo el buen primer tiempo, las dos atajadas del mono ese que tenían como arquero, al diablo los mil seiscientos kilómetros, al diablo ellos, su gente, sus colores, su traición, su ciudad. Al diablo todo. Encima estos once futbolistas que osaban representarnos, no podían hacerle un gol ni al Arco Iris defendido por Tyrion Lannister. Ahí es cuando sentí morir.

Pero todo cambió. Y un rebote absurdo, cuando el tiempo ya no daba para más, nos devolvió la ilusión al empujar esa pelota el 4 nuestro. Y ahí es cuando viene mi recuerdo de estar en la tribuna con el puño en la boca. Ese instante después del gol de Federico Mazur.  Ese instante donde me dije que por fin, los que tienen las de ganar van a perder. Y nosotros, justicieros de aquellos que venimos del polvo, podíamos ganar. Que por fin, que una íbamos a ligar, que íbamos a entrar en los anales de la Historia del Fútbol. Que íbamos a jugar la final y la íbamos a ganar. Que íbamos a jugar la Copa. LA COPA. Esa Copa que parece inalcanzable y que solo la juegan los grandes. Que esta marea celeste, estos ocho mil hermanos (quizá alguno más) irían a las playas del Brasil, cruzarían el charco a Uruguay o nos animaríamos a pisar Lima o Santiago. Ese instante en donde pensamos que sí, que no podía ser de otra manera, que no se nos podía escapar.

Me visualicé en Mendoza en una final, me visualicé en nuestro estadio recibiendo a uno de los grandes del Continente, me visualicé en el Maracaná. Me visualicé entrando a la reunión con mis amigos con el pecho inflado, me visualicé sacando chapas con algún hincha remoto de Los Andes que ose cargarnos. Ese instante donde realmente me sentí vivo. Donde sentí que poco a poco el Universo iba a tomando su forma natural de justicia. Lo merecíamos más que ellos. O no, en realidad cada uno cree que merece más de lo que realmente le corresponde. Pero qué importa. Acabábamos de empatar un partido en el minuto 93 de una semifinal de una Copa Nacional siendo un equipo de la Segunda División contra uno de los equipos más grandes de la Argentina dirigido por el anteúltimo técnico de la Selección. Era David contra Goliat. Pero en ese instante no, eran once contra once con el resultado empatado. A centímetros de la gloria

Lo que pasó después es de público conocimiento. Yo salí de la cancha con el pecho inflado y volví a Buenos Aires de la misma manera. Me lamenté por meses que la pelota de Costa no haya entrado, que Castro no le pegue al piso, que Ortigoza no se hubiese fracturado la tibia y el peroné en el entrenamiento, que Zampedri no se haya levantado con ganas de hacer goles. Sin embargo, todos los días vuelvo a ese instante. Ese momento donde estuvimos a un penal de la gloria. A un penal de la final, y de América y del Mundo. Porque si se nos daba esa, ¿qué otra cosa era imposible? Si somos nada más ni nada menos que el Temperley de los Milagros.

Ignacio Leiva. Nuñez. 3 de mayo de 2019.